La sentencia de primera instancia hizo lugar parcialmente a la demanda condenando a la Universidad de Buenos Aires a resarcir los perjuicios sufridos por el paciente a consecuencia del inapropiado servicio médico prestado por el Hospital de Clínicas José de San Martín, ya que entendió que mediaron graves deficiencias en la asistencia que permitían inferir la culpa del hospital demandado, por lo que consideró que correspondía asignarle responsabilidad.
Apelada la sentencia los vocales Ricardo Recondo y Guillermo Antelo, entendieron que del estudio de la prueba aportada a estos autos surgía que para la época en la cual sucedió el infortunio, el hospital demandado “siguió los estándares habituales” empleados por la ciencia médica para prevenir las eventuales condiciones defectuosas de la sangre transfundida.
Ello así, dado que al ponderar la pericia médica entendieron que las determinaciones realizadas en la sangre de los donantes al momento de la extracción y que fuera utilizada posteriormente en las transfusiones fueron negativas para todas las determinaciones bioquímicas exigidas por ley y para todas las unidades donadas en su totalidad y consistieron en la investigación de anticuerpos y de antígeno P 24.
Asimismo, aparte de ponderar que aún cuando de todas maneras resulta imposible contar con un método de descubrimiento de virus que garantice que un 100% de la sangre destinada a transfusión sea segura, visualizaron que ”si se examina el caso de autos en el contexto temporal en el que se produjo el contagio, es forzoso concluir que para ese entonces no se conocían las técnicas ni se contaba con los elementos apropiados que hoy permitirían extremar aún más los recaudos necesarios para evitar la transmisión del virus.
Precisaron que en el año 1997 no sólo no existían en el país pruebas más sensibles que la determinación del P24 y de los anticuerpos anti H.I.V. de 3ra. generación para acortar el período de ventana de la infección, sino que ninguna norma nacional e internacional obliga aún hoy a la realización de pruebas de amplificación genética para el screening de dadores de sangre.
No habiéndose allegado a la causa elementos que demuestren que cuando se produjo el contagio de H.I.V., el hospital debiese contar con técnicas de detección más precisas que las que efectivamente fueron utilizadas, llegaron a la conclusión de que las ”limitaciones propias de la ciencia han constituido, en la especie, el fundamentos de la ruptura del nexo causal que lo libera de responsabilidad al dar lugar a un supuesto de fuerza mayor”.
Distinta solución adoptaron, en cambio, en lo concerniente a la infección postoperatoria padecida por el actor, por cuanto entendieron que, en efecto, el servicio asistencial prestado por el ente no fue adecuado a las circunstancias ya que ponderaron que dada la intervención realizada y el tiempo de internación preoperatorio del actor, éste constituyó un factor adicional que condicionó el incremento de contaminación con gérmenes intrahospitalarios.
Entendieron también que ”el hecho de que el hospital no hubiera extremado los cuidados para evitar que se generara ese factor predisponente de la infección como la que, en definitiva, se desencadenó es indicativo de la deficiente organización del servicio, ya que la relativa urgencia de la operación estuvo planteada por el estado previo del actor corroborado con estudios diagnósticos y su postergación debido a la falta de anestesista, según el perito, no se justificaba en tanto podía entrañar un mayor riesgo”.
Por lo cual, pusieron de resalto que ”la responsabilidad del hospital deriva de su obligación tácita de seguridad que funciona con carácter accesorio de la obligación principal de prestar asistencia por los medios y personal adecuados, de manera que la demostración de cualquier negligencia u omisión en el tratamiento pondrá de manifiesto la transgresión de la obligación de seguridad del ente”.
De esta forma decidieron otorgar en concepto de incapacidad la suma de $50.000. También le fue reconocida la suma de $12.000 en concepto de gastos médicos, y merituando el concerniente al daño moral otorgaron la suma de $30.000, en la cual subsumieron la reparación de las lesiones estéticas.