En primer lugar trataron las quejas de la demandada que se agraviaba de que el a quo concluyera que la actora fue dependiente de la empresa, cuando a su entender la relación se había regido por la ley 12.713 de trabajo a domicilio. La actora aparecía inscripta como tallerista a domicilio ante la Administración Federal de Ingresos Públicos, Rentas y el Ministerio de Trabajo.
Ante ello, los magistrados destacaron que el recurrente no se hacía cargo de que el juzgador destacó que el art. 4 de la ley 12.713 dispone que los intermediarios y talleristas son considerados como obreros a domicilio con relación a los dadores de trabajo y que los recibos de sueldo extendidos por la empresa configuran un acto propio de ésta pues en ellos constaba "Recibos de Haberes-Ley 20744" y tienen las formas requeridas por el art. 140 de la L.C.T..
Asimismo advirtieron que la demandada tampoco intentó descalificar la relevancia que el a quo otorgó a lo que denominó un primer dato de la realidad, como es el monto de la remuneración, pues el mejor salario de la actora, correspondiente a octubre de 2003, ascendía a $875 más adicionales. Con lo cual entendieron que, de estarse al promedio anual resulta una suma aún menor, “lo que lleva a preguntarse si esos importes demuestran la existencia de un tallerista-empresario, que con ellos pague el salario y las cargas sociales de al menos dos obreros, cubra sus propias necesidades como productora y obtenga cuota de ganancia como empresaria”, lo que fue señalado como “contrario a las reglas de la experiencia”.
Además, destacaron que las consideraciones del recurrente relativas a que la actora contaba con personal a cargo “son meramente dogmáticas dado que el sentenciante señaló que la presunción referida a los ingresos de aquella como resultado del trabajo de su supuesto taller aparece robustecida con la prueba testimonial pues sus cinco testigos son coicidentes en que la accionante contaba con una habitación pequeña, con dos máquinas en su domicilio y el trabajo personal de ella y, a veces, de su marido y los testimonios aportados por la empresa no logran contradecirlos”. Lo cual también fue tenido por cierto en la alzada.
Por esa razón, coincidieron con el a quo en que la ley 12.713 “no constituye un estatuto que regula de modo integral la modalidad del trabajo a domicilio pues se trata de una norma de Policía del Trabajo por lo cual, y sobre la base de lo dispuesto por los arts. 2 y 9 de la L.C.T. a los trabajadores a domicilio les resulta aplicable el régimen laboral común”.
Por consiguiente, entendieron que era aplicable el art. 23 de la LCT y que reconocida la prestación de servicios cobraba operatividad la presunción prevista en el citado artículo salvo que por las circunstancias, las relaciones o causas que lo motiven se demostrase lo contrario. Pero afirmaron que en el caso no se demostró que la actora contara con una organización autónoma, aunque fuera incipiente, ni que trabajara para otras empresas, que asumiera el riesgo o aprovechara el fruto económico de su actividad, que contara con personal, establecimiento, solvencia y giro empresarial propios.
Con lo cual, entendieron que “no puede olvidarse que el trabajador a domicilio no es otra cosa que un dependiente desplazado de la sede de la empresa, que tiene un lugar fijo para la realización de sus labores, por lo que el vínculo y la dependencia presentan connotaciones particulares que no son índice de un trabajo autoorganizado sino de una labor organizada por el empresario de acuerdo con su propio beneficio”.
Además, señalaron que la existencia de subordinación jurídica quedaba evidenciada en las directivas técnicas o instrucciones que impartía el dador de trabajo en el momento de la entrega del material y cuando la mercadería ya elaborada era entregada nuevamente a aquel, que era quien proporcionaba los insumos, el diseño, la marca.
También tuvieron en cuenta que la circunstancia de que la actora no tuviera horario fijo “no excluye la existencia de esa subordinación porque para cumplir con la entrega de los materiales elaborados en las fechas fijadas, por la empresa debía cumplir con una jornada mínima de trabajo, en ocasiones quizás demasiado extensa para satisfacer esa entrega en tiempo oportuno”. Además, entendieron que el hecho de que se abonase la remuneración por producto entregado revelaba que “estamos en presencia de una forma o especie de remuneración que es el pago a destajo, medido por unidad de obra, previsto expresamente en el art. 112 de la L.C.T.”. Por ello confirmaron en este aspecto el fallo de grado.
Por otra parte, la actora se quejaba porque el a quo desestimó su pretensión referida a la indemnización prevista por el art. 80 de la L.C.T. al concluir que la reclamante no había cumplido las cargas impuestas por la ley 25.345 y el decreto reglamentario.
Los magistrados de la alzada entendieron que le asistía razón a la actora ya que el 22 de marzo de 2004, mediante una carta documento, la señora Cardozo Franco intimó por el plazo de 48 horas la entrega de los certificados previstos por la mentada norma, bajo apercibimiento de lo dispuesto en ésta y la demandada rechazó el requerimiento por tal concepto.
Asimismo, los jueces indicaron que la entrega de tales certificados al dependiente en oportunidad de la extinción de su relación laboral es una obligación del empleador que debe ser cumplida en forma inmediata a la desvinculación (esto es, en el tiempo que razonablemente puede demorar su confección).
Por ello entendieron que no había razones para considerar que el cumplimiento de esta obligación dependiera de que el trabajador concurriese a la sede de la empresa o establecimiento a retirar los certificados, “sino que corresponde entender que, en caso de que así no ocurra, el empleador debe, previa intimación, consignar judicialmente los certificados”. Tal es así que resolvieron hacer lugar a la pretensión, con lo que se elevó el monto total de condena a la suma de $34.508,40.