20 de Diciembre de 2024
Edición 7117 ISSN 1667-8486
Próxima Actualización: 23/12/2024

In Voce

La tormentosa relación entre los que decide la Corte y algunas testarudeces de los tribunales inferiores. La teoría de la pirámide y el embudo o cuando el árbol no deja ver el bosque.

 
LA PIRAMIDE Y EL EMBUDO. A todos los alumnos que estudian derecho les enseñan desde la primera clase que el derecho se estructura a la manera de una pirámide. Arriba está la Constitución, en el medio están las normas que reglamentan su ejercicio, las leyes nacionales, provinciales, etc. y debajo están las normas individuales que son las sentencias de cada particular que dirime un conflicto en la Justicia. Esto tiene al menos una dificultad visual, que hace que la base de sustento de esa estructura jurídica sean las sentencias, cuando en realidad la base de sustento del ordenamiento jurídico debería ser la Constitución Nacional. Por eso hay algunos que interpretan que esa pirámide debería tener la forma de un embudo, donde el techo de todo el ordenamiento jurídico más amplio que contenga tanto a las normas generales como a las normas individuales, debería ser la boca del embudo y luego la punta por donde sale el Derecho, debería ser el caso particular. Siguiendo esta metáfora, los fallos individuales serían como las gotas de Derecho. Esto se enlaza con una cuestión: si la Corte es el último guardián de la Constitución Nacional y a su vez para tener una mayor operatividad sus resoluciones, solo debería aceptar una parte ínfima de lo que actualmente recibe para resolver (por ejemplo un 5 % de los casos que hoy tiene para estudio), se va a presentar un gran problema. Por un lado el Máximo Tribunal tiende a cerrar la cantidad de casos que toma para su estudio o resolución pero por otra parte amplía la posibilidad de que las estructuras intermedias del Poder Judicial sean los que en definitiva determinen como cosa juzgada cada resolución de los conflictos que tienen para su estudio. Esto no sería problema si los tribunales inferiores se mostrarían disciplinados con las resoluciones de la Corte, cuyas sentencias tienen una vinculación moral con los que deben aplicar los tribunales inferiores igual materia. El problema se da cuando a pesar del embudo, que se diseñó para encarrillar los líquidos con bastante precisión, los jueces "fallan fuera del tarro". El sentido común y la economía procesal, indicaría que los juzgados y las cámaras, una vez que el Máximo Tribunal ha decidido sobre un caso análogo, deberían fallar en el mismo sentido. Sin embargo, como la Corte sólo opina sobre casos particulares, aunque obviamente tenga en cuenta consecuencias generales, lo por ella resuelta no es de aplicación obligatoria para las demás instancias. Los intereses particulares merecen la atención de los jueces que intentan dirimir la cuestión entre el reclamante y el reclamado y no, como a veces mira la Corte, en un interés superior que es el desenvolvimiento de toda la sociedad en su globalidad. Los jueces inferiores trabajan sobre una visión micro, mientras que la Corte, forzosamente tiene que tener una visión macro. La Corte debería, antes de cerrarse para casos paradigmáticos, establecer un criterio en el que los demás órganos intermedios acaten sus fallos, la filosofía y el espíritu de sus decisiones.

EL ARBOL Y EL BOSQUE. Así como la Corte es la última intérprete de la legislación y fija una lectura de cómo debe aplicarse la ley; puertas para adentro, el Poder Judicial, para ser un poder medianamente armónico, debería hacer también que los tribunales inferiores interpreten sus fallos. Por ahora, muchas veces, se dan casos de corrosivas incongruencias. Hay temas recurrentes, en donde las primeras instancias y las Cámaras tienen una posición que no coincide con la del Máximo Tribunal. En estos casos, invariablemente, los justiciables deben transitar por un viaje tormentoso parecido al de Ulises en la Odisea. El periplo es largo y lleno de obstáculos, para llegar 8 o 9 años después al resultado obvio. Esto se ve en temas que dirimen cuestiones constitucionales entrañables, como por ejemplo la libertad de prensa. El pronunciamiento de la Justicia nunca será haciendo una defensa per se, sino que la cuestión llega a los tribunales en virtud de un conflicto, cuando la libertad de prensa se tensiona con otros derechos que también la Constitución acoge (el derecho a la privacidad, el derecho al honor, etc.). Acá se ve una dicotomía muy clara en las distintas instancias del Poder Judicial. Por un lado la Corte, que hablando del caso concreto trata de sentar un precedente de la libertad de expresión como columna o pilar del desenvolvimiento para la democracia o la república. Por el otro, los jueces civiles, que sólo ven el conflicto entre Pedro y Juan. Ven el árbol y no el bosque. Si la Corte cierra la tranquera para entrar al bosque, el árbol que vale será solamente el que cada uno tenga en la vereda de su casa. O se deja la puerta semi abierta, para que, como sucede en el modelo actual, se vayan colando casos en donde los jueces inferiores no son capaces de aplicar correctamente obvios principios constitucionales, o se va a un modelo restrictivo, pero en el que la Corte tenga la capacidad de fijar doctrina vinculante. Desde que asumió como presidente de la Corte, Lorenzetti lo que quiere hacer es reconciliar a la sociedad con los tribunales. Pero no tiene que mirar solamente si sale “lindo” en Clarín o Nación. Necesita tener muchas cosas más en el listado de requisitos para hacer posible el objetivo que parece haberse trazado.



alejandro s. williams / dju
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