20 de Diciembre de 2024
Edición 7117 ISSN 1667-8486
Próxima Actualización: 23/12/2024

El crímen no paga (pero quiere cobrar)

Un guerrillero de las FARC asesinó a su líder, conocido como Iván Ríos y se presentó, con una mano del occiso, reclamando el pago de la recompensa que el gobierno colombiano ofrecía por dos millones seiscientos mil dólares. Además las autoridades le garantizaron inmunidad judicial por el homicidio perpetrado. La opinión de un jurista argentino sobre el polémico tema.

 
En nuestro país se ha discutido mucho el tema del llamado “arrepentido” legislado en materia de delitos vinculados a estupefacientes. Por un lado, se preguntan si es ético que el Estado recompense a quien da información acerca de delitos o delincuentes y si puede, válidamente, recurrir a los delincuentes para cumplir su función de seguridad. Mientras que, por el otro, se argumenta, a favor, con base en la eficacia de esta clase de política para la prevención de delitos.

En realidad, la ley premia al que brinda cierta información y no requiere de arrepentimiento alguno. La reducción de la escala penal, o la exclusión de pena, es un puro intercambio de mercancías que ambas partes desean.

Se trata de la creación de incentivos para conducir ciertos comportamientos de las personas. En el libro Freakonomics se cuenta que en una guardería muchos padres retiraban tarde a sus hijos; para evitarlo se introdujo una multa de tres dólares por retraso, el porcentaje de retrasos aumento a más del doble. Ello debido a que se impuso un incentivo muy bajo, resultaba menos caro que contratar una niñera por ese tiempo y muy poco relevante con relación a la cuota de la guardería. Pero había otro factor, se reemplazó un incentivo moral por uno económico, los padres podían comprar la culpa que originalmente sentían por retirar fuera de hora a sus hijos.

El arrepentido representa un incentivo que se es un descuento sobre el incentivo negativo de la pena de prisión. Igualmente, este incentivo es económico y no moral, economía de tiempo. El problema ético o moral con esta clase de incentivos, en derecho penal, es que se encuentran con el fundamento del castigo relativo a la culpabilidad por el hecho. El delator no reduce su culpabilidad por el hecho ya cometido y por el cual se lo está juzgando, se le entrega un tiempo de libertad en desmedro de su culpabildad.

La perspectiva utilitarista, prima facie, no encuentra objeción a los incentivos de cualquier clase (económicos, morales o sociales); si se previene otro delito o se quita al delincuente sus herramientas para cometerlo, se logra un objetivo relevante, se reduce la criminalidad. En definitiva se privilegia un fin preventivo o de defensa social.

El Estado negocia la solución del problema con lo cual los límites morales de su poder de castigar se vuelven menos estrictos. Estas disquisiciones acerca de incentivos nunca llegaron a proponer un caso hipotético en que el incentivo penal por antonomasia, la pena de prisión, chocara tan radicalmente con un incentivo económico monetario como el caso real que enfrentan las autoridades colombianas por estos días.

Un guerrillero de las FARC asesina a su líder, conocido como Iván Ríos, y se presenta, con una mano del occiso, reclamando el pago de la recompensa, que el gobierno colombiano ofrecía, de dos millones seiscientos mil dólares.

La recompensa en cuestión era ofrecida por el aporte de información que permitiera llevar a la captura o muerte de ciertos líderes rebeldes o narcotraficantes.

Estas recompensas integran un programa de lucha contra la criminalidad organizada. En la página de Internet de la armada nacional de Colombia, se indica que durante el año 2005 la Fuerza Pública colombiana pagó un total 7.716 millones de pesos en recompensas por información con la que se logró “neutralizar” diferentes actores delincuenciales en el país. De este monto, 7.090 millones, es decir el 89.18 por ciento, correspondieron a pago por información contra los grupos subversivos y terroristas, y 563 millones contra el narcotráfico.

El procedimiento para hacer efectiva esta “política” consistió en el reparto, entre la población de ese país de una, dicho textualmente en la página citada, “baraja de poker”, en la que cada “carta” tiene la fotografía del delincuente buscado y los montos que el gobierno ofrece por su captura.

Retomando el caso, el gobierno halla el cuerpo, corrobora la identidad y se encuentra en la disyuntiva de pagar a quien mató con el fin de cobrar la recompensa o juzgarlo por homicidio.

El ministro de defensa colombiano dijo que no pagar desprestigiaría el programa. El Fiscal General de la Nación expresó que en este caso que comentamos que no habría pruebas para acusar por homicidio al informante, pero que habrá una investigación.

Está claro que la mera confesión no puede probar el hecho, pero si alguien se presenta diciendo que mató a otro y como prueba trae una mano del muerto, hay elementos como para tomarlo en serio. La confesión no hay duda de que fue libre, ya que lo hizo para pedir el pago.

El dilema es si una acción delictiva y de las más graves, puede pasar a ser una acción meritoria, de tal forma que deba ser recompensada. A su vez, si lo juzgan por homicidio, la confesión fue incentivada, de alguna manera, por el Estado, pues se hizo para reclamar el pago legalmente dispuesto. En el Código Penal argentino, como en la mayoría de los códigos del mundo occidental, es más disvalioso matar por precio, promesa remuneratoria o por codicia; en consecuencia, no sólo se incentiva el homicidio, sino una forma especialmente grave del mismo.

En realidad, se puede argumentar que hay dos acciones, una la del homicidio y otra la de dar información acerca del paradero del jefe guerrillero. Aunque el paradero se conozca porque el mismo que da la información lo mató y enterró.

Una salida consiste en decir que el “informante” incurre en una confusión, acerca de lo que la norma dispone. Este error no puede atribuirse a la política de recompensas, la cual se basa en la “adquisición” de información y no en el incentivo de homicidios. De lo contrario la norma, léase el Estado, instigaría al homicidio y sería una reedición del se busca vivo o muerto del lejano oeste americano.

Está claro, a esta altura, que no sólo se trata de si el informante tiene o no derecho a cobrar. Si no pagan, desincentivarán nuevas informaciones o resultados que de cierta forma el Estado ve con buenos ojos. Si pagan, reconocerán que el matar a un guerrillero o narcotraficante de la “baraja” es una conducta no sólo permitida, sino meritoria y susceptible de ser premiada.

Algunos podrán decir que la solución es sencilla, se le paga la recompensa y se lo juzga por homicidio. Se lo recompensa por la información y se lo castiga porque consiente en ser investigado por homicidio, atento a que confiesa el hecho como parte de su búsqueda de la recompensa. Es decir, si quiere la recompensa que se arriesgue a ser castigado.

A su vez, como problema indirecto, el principio de que “nadie puede enriquecerse de su propio delito” quedaría un poco desubicado. Dworkin relata el caso “Riggs v. Palmer” (1889) que se refiere a un joven que mata a su abuelo, quien había testado a su favor. El tribunal resuelve que el nieto no debe heredar a su abuelo, aunque no había disposición legal en contrario. Esta decisión se basa en que no puede adquirir una propiedad por medio de su crimen, de lo contrario sería recompensado por su delito.

Pareciera que un Estado de Derecho debe dar un mensaje claro con sus normas y con la ejecución que de ellas haga; no puede decir que está mal matar y luego que, dependiendo de si la persona está en la baraja oficial, está bien; al punto de recompensarlo.

La solución debe ser clara, pagar y juzgar no lo es; presentará ante la ciudadanía una disquisición teórica difícil de asimilar. La solución deberá demarcar si se trata de un estado resultadista o de un estado de derecho. O dicho de otra forma, si el fin justifica los medios.

Esto es mucho más que derecho penal del enemigo, no sólo se lo trata como enemigo por parte del Estado, sino que el propio Estado busca que sus conciudadanos actúen frente a ese enemigo como si se tratare de una pieza de caza. Como una ampliación violenta del minuto de odio del libro 1984.

Como en todo dilema, en especial cuando se entrelaza el derecho, la ética y la política, no hay una solución que sea totalmente satisfactoria para cada uno de los intereses en juego.El Estado colombiano deberá decidir si reafirma su política de recompensas debido a que los resultados le parecen acertados, enfatizando el realismo político de corto plazo, o la revierte en pos de reforzar el principio de que su Estado es un verdadero Estado de Derecho. El juego de los incentivos económicos en derecho penal es un juego peligroso que trabaja en el filo de la navaja de garantías.

La opción que adopte el Estado colombiano definirá la suerte del informante, que ya jugó su carta ética al matar para cobrar, pero también la de un país entero que verá definirse la calidad ética de su Estado.

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