-Dime que camino tomar- dijo Alicia
-Dime donde quieres ir- dijo el gato
-En realidad no lo sé- dijo Alicia
-Entonces, no tiene importancia el camino que tomes- dijo el gato
Lewis A. Carroll, “Alicia en el País de las Maravillas”
“Me resisto a pensar que ser moderno y progresista es volver a darle a la parte privada el derecho de la venganza por intermedio de los jueces. Demasiado se influye, en jueces influenciables, por parte de la opinión pública, en la serenidad de su ánimo, para que desde la propia doctrina y la ley volvamos al derecho privado de la pena…”
Edgardo A. Donna, fragmento de su voto en disidencia en “Storchi”
Introducción
Una característica tradicional de nuestro ordenamiento jurídico es
la de crearse reglas de fondo y procedimentales que procuren igualar
fuerzas que -por su dinámica y estructura- son totalmente
desiguales. Esta característica fundante de la teoría jurídica no solo
brinda validez sino además legitimidad y eficacia a las normas que dicta
el legislador, las cuales se ‘operativizan’ en un
marco de contención que las hace asimilables por el sistema social. Va de suyo
que ningún sistema liberal podría subsistir sin ese marco nivelador, lo que se
comprueba por el simple hecho que lo primero que hacen los gobiernos
dictatoriales es suspender –a veces temporalmente, a veces para siempre- esta
estructura de garantías que le impide ejercer el control estatal sobre los
ciudadanos.
Esta estructura de ‘emparejamiento’ se observa claramente en
fueros como el Laboral y el Contencioso Administrativo. Sin embargo, los
que militamos en el ámbito del derecho penal asistimos azorados en estos días
al sistemático desguace de la Ingeniería de garantías que -con base
constitucional- se fue montando durante dos siglos para evitar que el
ciudadano quede desguarnecido frente al mas descarnado de los poderes
estatales: El poder de intervenir para limitar la libertad, el patrimonio y la
honra de algunos ciudadanos a su cargo. Ello sin mencionar que un pasaje por la
esfera penal, por breve que fuere, dejará un estigma en el ‘archivo de vida’
del imputado que lo marcará para siempre, lo que no ocurre en los otros casos
donde el estado despliega su poder sancionatorio.
Lo más increíble de este proceso de desguace es que cuenta con el apoyo
popular que pide a los gritos que desaparezcan estas barreras de contención.
Esta mágica creencia que el derecho penal sin límites resolverá los problemas
de violencia e inseguridad es alimentada y fogoneada por operadores políticos,
por algunos periodistas e incluso por técnicos del derecho en la creencia
(honesta, en el mejor de los casos) que un ‘derecho penal limitado’ es la causa
de los problemas de hoy. Esta imagen se ha adentrado de tal manera en el
imaginario colectivo, que las organizaciones mejor intencionadas e
insospechadas de ambicionar un estado autoritario –como las organizaciones de
derechos humanos, los grupos feministas, las asociaciones que se vinculan por
haber sido víctimas de un delito de sangre- son las que mas bregan por esta
destrucción del ‘garantismo’, lo cual es preocupante
por el inmenso poder simbólico que estas organizaciones traen aparejado
en su discurso.
La víctima
Como emergente de este proceso general, surgió la figura de la víctima
en el proceso –también portadora de un poder simbólico enorme pues aparece
calificada para hablar sobre algo que no teoriza, sino que sufrió en carne
propia.
En la tradición jurídica continental, la víctima perdió el rol
protagónico que le reservaban el sistema procesal acusatorio de la
antigüedad grecoromana y el sistema germánico
de lucha y disputa de la época feudal cuando –durante el proceso de
restablecimiento de los poderes centralizados al final del Medioevo- las formas
de indagación de la verdad pasaron a manos del inquisidor como representante
del rey o de dios: En esa época de límites difusos entre el delito y el pecado
nada tenía que hacer la víctima en el proceso ya que el primer ofendido era
dios y en segundo término su representante terrenal, el rey.
Por ello, la aparición de la víctima en el proceso penal contemporáneo
fue saludada por quienes –con buenas intenciones- veían en este proceso un modo
de reparación histórica – y hasta simbólica- de quienes, hasta ese momento, aún
habiendo sido víctimas de un suceso criminal no tenían derecho a informarse ni
a opinar sobre el suceso.
Sin embargo, las cosas han tomado un giro inesperado: La víctima
reingresa a un sistema totalmente diferente del que fue expulsada
en el siglo XII cuando le despojaron su papel protagónico: Hoy la acción penal
no es privada sino publica, la ofensa criminal es una ofensa contra el Estado
(por mas malabarismos que hagamos con la teoría de protección de los bienes
jurídicos) y –lo que es peor- el Estado no tiene política criminal (ni nadie
que la dicte) , es decir, no sabe que hacer con el crimen y los delincuentes,
por lo que no le queda otro camino –con ese instinto salvaje de de
supervivencia que caracteriza nuestra dirigencia política - que seguir
por atrás los acontecimientos escuchando las voces de los que gritan mas
fuerte, que, -con buena intención o sin ella- bregan por el desguace de
garantías que limiten la imposición de una pena: En la Argentina de
hoy ha nacido un derecho constitucional al castigo y –lo que es peor- a
cualquier costo, incluso sobrepasando las garantías procesales y penales que se
han armado –en un complicado proceso de prueba y error- en mas de doscientos
años.
Los sostenedores de la teoría de irrupción de la víctima en el proceso,
en definitiva, piden que nuestro sistema
penal que –como vimos- en su origen se basó en la expropiación de derechos de
reacción contra el injusto, circule ahora en sentido opuesto. Sin embargo,
estos ‘teóricos’ se guardan una carta de triunfo ya que si bien están en contra
de la reacción oficial solitaria (con el régimen de garantías
que ello implica) se preocupan de definir al querellante como
autónomo y no determinante cuando el mismo decide no acusar. Ni hablar
del principio de oportunidad ni de darle a la víctima el poder de detener la
acción penal, lo que le daría a la misma una formidable arma de negociación con
su ofensor para recuperar –en parte- su dignidad y su patrimonio. Se trata de
recrear el fasto punitivo para mostrar que ‘algo’ se hace por la seguridad.
Cuando el querellante aparece en un sistema procesal como el de la
Nación (que-dicho sea de paso- no concibió originalmente la figura del
querellante ya que esta ‘apareció’ tímidamente como figura adhesiva al
fiscal a causa de la presión corporativa del Colegio de Abogados) nadie
objetó que –por mandato constitucional- la acción penal había sido concebida
por el legislador constituyente como un monopolio del Ministerio Público (CN
120). A pesar de ello, ya nos hemos acostumbrado a la figura del
defensor solitario contra el Ministerio Público unido con una, dos y
hasta cinco querellas que compiten entre sí para ver quien obtiene el castigo
mas ejemplar. Nadie
parece recordar que la acción pública, es decir aquella que se ejerce en
nombre de la sociedad ofendida, constituye una de las tantas delegaciones
de derechos de los asociados, en beneficio de la organización común. ¿Tanto
sospechamos de la eficacia del fiscal?
Aún más, luego de “Santillán” [1] y “Storchi” [2] la querella no solo ejerce el rol acusatorio a
la par con el fiscal, sino que parece tener mas atribuciones que éste,
ya que en los ámbitos judiciales se le permite seguir interviniendo en el
proceso aunque no haya efectuado acusación en el cierre del Instrucción,
algo que al fiscal le está vedado. Solo recientemente, en el fallo “Del’Olio”
[3], la CSJN puso un tímido límite a este poder creciente
de la querella, pero eliminando solamente la posibilidad de
intervención en el alegato final, y aún así, en los casos más sensibles
o de mayor carga emotiva (violaciones o abuso de menores) muchos tribunales
ven con malos ojos el limitar la intervención de la víctima devenida querellante
aunque esta actúe ‘contralegem’ o con descuido de las reglas procesales. En muchos
casos, la figura del Ministerio Público queda relegada a un segundo
plano (lo que se está introduciendo con tanta rapidez y eficiencia
en nuestra cultura jurídica penal que aún el Ministerio Público -tan sensible
como todas nuestras corporaciones a la pérdida potencial de poder- parece
aceptar como natural).
Los pactos internacionales
Esta irrupción de la víctima en el fasto punitivo tiene un basamento
legal. Desde “Santillan” prevalece una interpretación
a la medida de la víctima que hace que los Pactos Internacionales de DDHH
–concebidos originalmente como protección del imputado- le otorguen a la
víctima el derecho a una ‘tutela judicial efectiva’ que se traduce en la
práctica como una interpretación ‘bilateral’ de dichos Convenios (que
tienen superior jerarquía incluso que nuestra CN). A partir de esta
interpretación ‘bilateral’ son los mismos Pactos Internacionales de DDHH (y sus
agentes ejecutores) los que permitirán el juego judicial en favor de la
víctima, paradójicamente muchas veces en menoscabo de los derechos de los
originales destinatarios de las garantías que estos Pactos protocolizaron: Los
imputados.
A pesar
del auge de esta interpretación ‘bilateral’ de los pactos de DDHH, entiendo
que existe una gran incoherencia en sostener como un ‘derecho humano’
la posibilidad de querellar si se limita ese derecho humano a la condición
que el legislador le dé cabida en el código de rito [4]. Lo que parece ser real es que no estamos hablando
de un ‘derecho humano’: la querella es una figura facultativa, cuya instauración
depende de la voluntad del legislador, y lo que los Pactos exigen no es
su derecho a la jurisdicción, sino a su derecho a que el estado impulse
la acción de manera efectiva, conceptos ambos totalmente diferentes. Y,
ciertamente –y aquí está lo preocupante del asunto- nadie puede sostener
seriamente que los derechos de las víctimas puedan ser contemplados como
justificantes de las violaciones de los derechos de los imputados.
Sin embargo –lamentablemente- eso es lo que está ocurriendo en estos
días.
Uno de los modos subrepticios de violación de
los derechos del imputado se esconde detrás la popular figura –por todos
conocida-de Cafferata Nores,
consistente en el ‘caballo de la persecución penal’. Este ‘caballo’
es conducido –en principio- por el Ministerio Público Fiscal. En la
ingeniosa figura del Dr. Cafferata, la víctima del
delito es otro jinete al que lo dejan subirse al caballo de la
persecución penal. Para muchos, eso simplemente configura una persecución penal
con dos jinetes. Un jinete natural o principal, que es el fiscal, y un segundo
jinete que va enancado. El imaginario jurídico delos penalistas actuales se ha enamorado de esta
figura, que muestra ‘como natural’ el hecho que si un jinete-por caso, el
fiscal- se baja del caballo, el otro –la querella-continúe la
‘cabalgada’.
Esta figura omite –quizás sin intención- algo trágico que discurre
detrás de esta simpática escena: En el centro del proceso hay un imputado, al
que la víctima, llevada por razones no jurídicas y tan humanas como la pasión
y el deseo de venganza desea condenar. Veo difícil que se ‘baje del
caballo’. Más aún, esta figura no dice nada sobre la obligación
del juez de evaluar las razones jurídicas que tuvo el fiscal ‘para
bajarse del caballo’, ya que si éstas fueran válidas, la persecución
penal debería terminar, aunque los medios de comunicación salten por
los aires.
Obviamente, el
sistema debe establecer un mecanismo de control interno que asegure un doble
conforme sobre la corrección de la decisión del Ministerio Público [5]y si ese es el caso, la víctima
habrá ejercido su derecho a la jurisdicción, puesto que un juez se habrá
expedido sobre la existencia o no del derecho reclamado.
El desguace de las garantías
Lamentablemente, no todas las cuestiones son tan sutiles como la que
aparece detrás de la ingeniosa figura de Cafferata. Saludo esta reaparición de la
víctima –que hacía falta, por cierto- pero observo con preocupación que
el poder estatal hace uso de este nuevo elemento en el escenario del fasto
punitivo para aprovechar su altísimo poder simbólico y de convocatoria para
aumentar sin límites su poder sancionador.
En el pensamiento penal
actual parece haber resurgido lo que Baratta denominó
‘el principio del interés social y el delito natural’ [6]. Esta frase representa la existencia
de delitos que son aberrantes ‘per se’ para la condición humana, que preceden ontológicamente a las normas, que poseen características comunes
que hacen que todas las sociedades ‘civilizadas’ deban defenderse de ellos
y que en dicha defensa, algunas arbitrariedades son permitidas.
Este pensamiento, dominó
de entrada la aparición de la víctima. De hecho, la visión feminista de
los 80 fue uno de los pilares para denostar los avances logrados en Criminología
con el ‘labelling approach’ [7]. Es decir, desde hace un tiempo,
el pensamiento criminológico, y atrás de éste -como siempre- el pensamiento
penal, se dirige más hacia la víctima que al imputado.
Y esto –naturalmente- tiene
sus consecuencias…
La primera de ellas es
que -usando una frase de Daniel Pastor- “se ha pasado de un Derecho Penal
liberal a un derecho Penal liberado” [8], todo en aras de satisfacer un ‘supuesto
derecho constitucional al castigo’ que no existe más que en la cabeza de
quienes –aún con buenas intenciones- suponen que la reparación de la víctima
pasa exclusivamente por las acciones punitivas, olvidando que el conflicto
ya se ha desatado, que las reparaciones pueden pasar por otras vías, y,
que en todo caso, la imposición del castigo como reparación no puede dejar
de lado los avances de protección de derechos acuñados durante años en pos
de proteger al imputado del poder estatal.
Pues de eso se trata. Los
derechos consagrados en las Constituciones liberales protegen –créase o nó- a quien es perseguido por el poder estatal. El
mayor derecho de las víctimas es el de no convertirse en tales. Es
paradójico que apenas se produce un hecho delictivo, los que primero alzan sus
dedos acusatorios son los que acaban de fallarle a la víctima en
las tareas de prevención. Y mas paradójico aún es que esos reclamos
–inexplicablemente- se dirijan a la justicia penal, que parece aceptar esa
crítica mansamente, lo que no da lugar a reflexionar sobre la responsabilidad
de quienes permiten zonas liberadas, presos que salen a robar, el reclutamiento
de menores para delinquir, la nula recuperación de los delincuentes en la
prisión, etc.
Desde la órbita de lo que
la justicia puede hacer, la víctima debe poder estar segura que se aplicarán
los tipos penales creados por el legislador. Pero, si a pesar de ello,
el conflicto de produce, la justicia puede asegurarle su derecho a una
reparación, pero nunca podrá asegurarle una metafísica imposición de
castigo a cualquier costo, castigo que, por otro lado, no cerrará nunca la
herida infligida y solo brindará una ilusoria y quizás momentánea satisfacción
a una vindicta personal.
En el campo de los derechos
humanos, esta tendencia se da con más fuerza aún, a causa de la enorme potencia
simbólica que implica operar en nombre de éstos. Nada parece poder oponerse a
la fuerza de la justicia cuando se busca restablecer el orden perdido en la
violación de un derecho humano. Ni siquiera las garantías establecidas
para protegernos del poder estatal.
Estas tendencias han
acuñado un significado despectivo en los medios de comunicación a la palabra ‘garantismo’, con el agregado –nada inocente- que asocian
este proceso al ‘abolicionismo’, olvidando que ambos conceptos son
autoexcluyentes, pues si abolimos el derecho penal, no hay garantía alguna que
podamos ejercer.
Paradójicamente, son los
organismos defensores de la víctima los mayores partidarios del abolicionismo:
Desean abolir todo el sistema de garantías constitucionales que se ha montado,
-en una formidable tarea de Ingeniería jurídica que demandó años- con el fin
que el castigo llegue. A cualquier costo.
Lamentablemente, aún en las
sentencias de la CorteIDH se verifica este avance penalizador, cuando dice:
"son inadmisibles las disposiciones de prescripción o cualquier
obstáculo de derecho interno mediante el cual se pretenda impedir la investigación
y sanción de los responsables de las violaciones de derechos humanos"
[9] (el subrayado es mío)
se esta refiriendo a ‘cualquier
obstáculo’. Literalmente. En el fallo mencionado se refiere a la
prescripción. Se estará refiriendo también a la prohibición del ‘non bis in idem’, al principio de congruencia, al ‘dubio pro reo’, al debido proceso, al juez natural, al derecho a
la defensa?
En nombre de las reivindicaciones debidas a las víctimas, el
supuesto derecho al castigo en nuestro país no reconoce –efectivamente- ningún
obstáculo: Hemos anulado amnistías e indultos con efectos retroactivos, no
hemos aplicado los principios que postulan el empleo de la ley penal más
benigna, hemos distorsionado -sin ninguna base doctrinaria sustentable- el
concepto de dolo para poder alcanzar con el máximo poder sancionador a
delitos que en otras épocas de menos locura serían calificados como culposos,
hemos anulado prescripciones sin ningún motivo aparente, hemos extendido
durante mucho más allá del plazo razonable la persecución oficial, organizamos
‘vindictas públicas’ a la manera medieval donde el imputado se enfrenta con
hasta acusaciones cuádruples –compitiendo entre ellas para ver quien solicita
la pena mayor…
La histeria neopunitivista llega a tal sinrazón
que, en estos días, estamos discutiendo si chicos de catorce años entran
al ya colapsado régimen penal de adultos, agravando nuestros problemas del
futuro, pero tranquilizando –momentáneamente- nuestra conciencia de hoy.
[10]
Conclusión
No discuto los derechos de
la víctima a ser oída, a obtener una reparación, a que se le otorgue el poder
de decisión sobre un criterio de oportunidad (formidable arma de negociación
–como dije mas arriba- frente a su ofensor). Me opongo, por el contrario a la
creencia jusnaturalista –pues no hay nada en el
derecho positivo que haga suponer que es así- que la víctima tiene una suerte
de ‘derecho natural’ a la reparación penal. Y mucho menos, si ello implica la
restricción de los derechos que el derecho positivizó,
partiendo –justamente- de ese derecho natural.
‘Last but not least’ debo hacer una aclaración:
Soy plenamente consciente que con estas frases quizás esté defendiendo
colateralmente los derechos de violadores, genocidas, torturadores,
y, en general de personas que han mostrado un desprecio total por la suerte de
la vida y de los bienes del prójimo. Personajes nada simpáticos, sin duda.
Pero es justamente para ellos, para los imputados, que se ha diseñado el
sistema de garantías. Para que nos aseguremos que no estemos a su altura.
Y sobre todo, para que se averigue, con la mayor paz
de espíritu posible si tales hechos fueron cometido por el acusado de turno.
Eso es lo que posibilita la garantías penales y procesales :
Que se averigüe –siguiendo ciertas reglas- si quienes se les
imputa la culpabilidad de algo son realmente los culpables y si lo son,
que su castigo sea proporcional al injusto.
No son días fáciles para los abogados defensores, sobre todo si nuestros
clientes no gozan de un prestigio especial. Conseguir que un imputado
–constitucionalmente inocente- espere su juicio en libertad es virtualmente
imposible en una provincia cuyo gobernador se jacta ante las cámaras de ‘haber
eliminado las excarcelaciones’ (es decir, eliminó en su territorio el principio
constitucional de inocencia) y donde los jueces cargan una suerte de
‘responsabilidad objetiva’ por lo que sus liberados hagan en el futuro,
sin importar que su liberación se haya ajustado a las normas del derecho de
ejecución penal, a las normas del proceso, a razones humanitarias o simplemente
porque el imputado terminó su condena. Los periodistas se encargarán de dar su
nombre como el responsable de su soltura. De juez pasa a ser partícipe. Siempre
cargarán con la culpa solidaria de lo que estas personas hagan en libertad.
¿Podemos sostener seriamente que estos jueces serán imparciales a la hora de
decidir soportando tanta presión sobre sus espaldas? No hace falta que me
respondan.
[1] CSJN, “Santillán, Francisco Agustín s/ recurso de casación”,
S. 1009. XXXII, agosto de 1998
[2] CNCryCorr Cap. Fed, Sala I, "Storchi, Fernando s/ nulidad ", C. 21229 , 08/03/2004
[3] CSJN, "Del´Olio, Juan C. y otro", de fecha 11.07.06, Fallos 329:2596.
[4] Ello sin contar con lo incoherente de reconocer los derechos de los querellantes dejando fuera las víctimas que no quieren –o no pueden- querellar.
[5] Doble conforme que debe provenir del mismo Ministerio Público y no de un órgano judicial para preservar el sistema acusatorio…
[6] Baratta A. “Criminología Crítica y Crítica del Derecho Penal”, Siglo XXI, Buenos Aires, 2004, pág.37
[7] Larrauri, Elena, ‘la herencia de la Criminología Crítica’, Siglo XXI, México, 1992.
[8] Pastor Daniel, “La deriva neopunitivista de organismos y activistas como causa del desprestigio actual de los derechos humanos”
[9] CorteIDH, “Bulacio vs. Argentina”, cons. 69.
[10] Esta ‘energía’ al servicio del castigo podría emplearse en proteger a los menores de catorce años, que serán objeto de nuestras reflexiones penales en pocos años. No hay que molestarse mucho para ir a buscarlos. Quizás le lavaron el vidrio de su coche en el día de hoy…