20 de Diciembre de 2024
Edición 7117 ISSN 1667-8486
Próxima Actualización: 23/12/2024

Un largo camino a casa

 
Hace apenas unos días, tuve la oportunidad de presenciar la ceremonia de “Promesa de Lealtad a la Constitución Nacional”. Mediante este acto, los egresados primarios, desde hace ya más de una década, se comprometen, solemnemente a respetar y hacer respetar las libertades y garantías constitucionales, adaptando sus conductas futuras al marco legal que caracteriza a un Estado de Derecho.

Inmediatamente, recordé que allá por los primeros años de la década del ochenta, en los albores de la primavera democrática, se llevó a cabo un certamen en el que participaron los egresados de las escuelas primarias cuyo objetivo era indagar acerca de su formación cívica. El provocativo título: ¿qué sabe Ud. sobre la Constitución Nacional? era tentador y sugerente. No nos olvidemos que eran tiempos en los que las declaraciones, derechos y garantías que tan magníficamente hubiera plasmado en papel Alberdi en los aciagos tiempos de la consolidación nacional no constituían material de lectura frecuente durante los oscuros años que precedieron a la conquista de nuestra aún joven democracia.

El entusiasmo de quienes tuvimos la oportunidad de participar de aquella experiencia fue inmenso. De a poco, nos dejamos atrapar por este apasionante mundo en el que, una soberbia pieza de ingeniería jurídica pergeñada con exquisito equilibrio. Así descubrimos que las instituciones debían desarrollarse en un marco en el que el contralor recíproco y el respeto por la autonomía e independencia de cada uno de los poderes contribuyeran, de manera decisiva y certera, a garantizar la eficacia del sistema. De más está decir, que el abordaje de la letra y espíritu de la Constitución Nacional fue un viaje que emprendimos y que no se agotó con la apreciación de cada uno de los escenarios diferentes que su lectura nos depararía. Esta travesía nos llevó por nuevas sendas, en las que, no faltaron inconvenientes, en las que los obstáculos se transformarían, a menudo, en aguas turbulentas. A poco de atravesarlas, nos encontramos con un distinto pero complementario reto intelectual, un desafío que nos excedía y que luego comprobamos, generaría también una movilización social inusitada. Un fenómeno de excepcionales ribetes, que no distinguiría banderías políticas ni se identificaría con determinadas clases sociales o franjas etarias. Esta experiencia nos atravesaría a todos, comprometería a la sociedad en su conjunto: ese fue el entusiasmo que impregnó el regreso de la democracia.

Si siguiéramos la lógica de aquél certamen infantil, debiéramos preguntarnos, luego de la experiencia adquirida en los últimos 26 años, ¿cuánto sabemos hoy sobre la democracia?

Tal vez, la primera aproximación que debiéramos hacer, es de orden conceptual. Quizás, a fin de respetar un orden metodológico, correspondiera formular una pregunta previa: ¿qué es la democracia? El diccionario de la Real Academia Española define a la democracia como la “doctrina política que favorece la intervención del pueblo en el gobierno”. La palabra, que reconoce un origen griego, tiene una traducción literal que resulta, por demás conocida: poder (kratos) del pueblo (demos). Pero, lejos estamos de resolver el dilema. De esta forma sólo hemos resuelto el problema inicial, de índole etimológico. De poco nos sirve esta información si nuestro objetivo es más profundo. Nada aporta acerca de los complejos entramados que subyacen al concepto, y es escasa también la contribución que hacemos para elucidar las características de “nuestra democracia”.

La definición teórica de democracia tiene, necesariamente, dos componentes: uno descriptivo y otro normativo. El primero vinculado con el ser y el segundo con el deber ser. Ambos necesarios, pero complementarios y no excluyentes: ninguno de los dos desplaza en el cotejo al otro de manera tal que, si los utilizamos como categoría de análisis prescindentes de la circunstancia de que ambos elementos están orientados a reflejar aspectos diferentes de un fenómeno complejo, factiblemente arribemos a conclusiones falaces cuya consecuencia contribuya al demérito del objeto de estudio. No constituye la esencia de esta reflexión, zanjar la discusión académica en torno de las dispares definiciones existentes acerca del concepto de democracia. Tampoco aspira esta cavilación a exponer, de manera acabada, todas y cada una de las etapas y procesos por los cuales ha atravesado la democracia argentina reciente desde su restauración en 1983. Apenas pretende propiciar un espacio de reflexión a partir del análisis de algunas conductas que se verifican de manera reiterada y que contribuyen al debilitamiento de la experiencia democrática y republicana que, superando obstáculos, hemos logrado elaborar e implementar en nuestro país.

Más allá de las definiciones, nos encontramos con infinitas realidades democráticas, cada una de ellas, determinada por el contexto en el que se desarrolla. Podemos hablar, entonces, de una democracia argentina, una democracia chilena, una democracia uruguaya, que compartirán elementos comunes pero que reportarán, también, diferencias sustanciales. Sin embargo, las semejanzas nos permitirán definir categorías teóricas a los fines de poder establecer comparaciones y definir estrategias para superar las desviaciones y las barreras que pudieran presentarse en el arduo camino de la construcción y consolidación de un modelo democrático incluyente, respetuoso de los límites que impone la vigencia de las normas constitucionales y tolerante de la diversidad de criterios y disparidad de opiniones.

El objetivo debiera estar, entonces, orientado a dotar a cada uno de estos patrones de herramientas aptas y de instrumentos idóneos para configurar proyectos democráticos de alta calidad institucional.

Tres son los elementos sobre los que debe orbitar cualquier ensayo prudente para lograr este objetivo: el fortalecimiento de las instituciones republicanas, la tolerancia militante y el renovado compromiso con el ordenamiento jurídico organizado a partir de la Constitución Nacional, garantía de existencia del Estado de Derecho.

Fortalecimiento de las instituciones republicanas.

El politólogo argentino Guillermo O´Donnell afirma que la “instalación de un gobierno democráticamente electo abre el camino de una segunda transición, a menudo más larga y compleja que la primera transición desde el régimen autoritario” cuyo destino final consiste en la consolidación de un régimen democrático institucionalizado, a la que se arriba a través de la construcción y fortalecimiento de las instituciones democráticas.

Este camino, que recorre el espectro en cuyos extremos opuestos se sitúan la dictadura y la democracia representativa está escalonado por “poliarquías” de diferente calidad institucional.

Pero este rumbo no está predeterminado y su efectivo afianzamiento no es una consecuencia natural y espontánea sino que requiere el desarrollo de conductas concretas, específicas y deliberadas que conformen una estrategia política compartida cuyo objetivo resulte consistente con el propósito previamente definido. A la democracia representativa de alta calidad institucional se arriba por decisión política. Llegar a destino es una construcción colectiva en la que todos debemos comprometernos. Las prácticas recurrentes que denostan la autoridad de los poderes del Estado, que menosprecian el sistema de controles recíprocos y que vulneran la independencia y autonomía necesaria para que el Poder Judicial pueda cumplir con eficacia la función que le ha conferido la Constitución Nacional, nos alejan del camino. De esta manera, no podremos atravesar, de forma exitosa por la segunda transición a la que hace referencia O´Donnell.

Todas estas conductas nos sumen en un tóxico y asfixiante letargo que desestabiliza el delicado equilibrio constitucional y que debilita a algunos poderes del Estado que son fagocitados por otros, generando una vulnerabilidad sistémica preocupante e incompatible con la noción de democracia que desde el discurso retórico se pretende fortalecer.

El autor citado denomina a estos modelos como “democracias delegativas”, escenarios meramente transicionales, experiencias que nos dejan a mitad de camino en este viaje que todos hemos emprendido hacia una democracia consolidada, dotada de instituciones sólidas, autónomas, independientes y sometidas a la obligación jurídica, política y social de los funcionarios de rendir cuentas de sus actos, en plena concordancia con el sistema republicano de gobierno que nos rige.

Lejos estamos aún de llegar a destino, innumerables inconvenientes hemos superado y, seguramente, muchos otros se interpondrán en el camino, que reducirán las probabilidades de éxito de la empresa. La pertinaz negativa a reconocer la autoridad de los tres poderes del Estado en un esquema de igualdad jerárquica y autonomía impiden que avancemos en este camino, dejándonos sujetos a estructuras rígidas y anquilosadas que desaceleran el crecimiento político, social, económico y cultural de nuestra sociedad.

La tolerancia militante.

Schumpeter, en su ya célebre enumeración de las condiciones para el éxito del método democrático, afirma que debe haber “un buen grado de tolerancia para las diferencias de opinión.”

Samuel Huntington, por su parte agrega que “la democracia también implica la existencia de libertades civiles y políticas de palabra, de prensa, de reunión y de asociación, indispensable para el debate político.”

Sin dudas, el respeto ante la disidencia, debe ser el norte que guíe este viaje transicional hacia la democracia institucional consolidada. La construcción de un proyecto compartido sólo será factible y sostenible en el tiempo cuando descanse sobre los pilares de la observancia de conductas compatibles con la tolerancia ante la divergencia. Cada uno de los funcionarios que integran los tres poderes del estado, hayan arribado a su cargo, bien como producto de una decisión popular plasmada en un acto eleccionario libre y democrático, bien como consecuencia de una resolución de índole política o conforme un esquema legal de designaciones debe someter su conducta y declaraciones públicas a la prudencia y la aceptación de la diversidad de opiniones.

La prepotencia, la impunidad, la obstinación, la tozudez dan cuenta de un pensamiento inflexible, funcional a regímenes autoritarios, que no reconocen en la diferencia un valor agregado sino un rival hostil que debe ser sistemáticamente desarticulado. El debate, el intercambio de ideas, la controversia argumentativa, las diferencias de criterio, los razonamientos disonantes y las valoraciones divergentes contribuyen a aceitar el engranaje que conforma el mecanismo que dinamiza al sistema democrático. La tolerancia se verifica no sólo en las declaraciones y en el discurso de barricada, sino en la conducta cotidiana. Aquella que, silenciosa, en ocasiones, permite consolidar a las instituciones y cuya ausencia contribuye a perpetuar formas autoritarias de organización política que deterioran el ideal que aspiramos plasmar.

Legitimar con el silencio complaciente la constante degradación de alguno de los poderes del Estado, tolerar la indiscriminada intervención en asuntos de incumbencia exclusiva, aceptar dócilmente el avasallamiento de las potestades otorgadas por nuestra norma fundamental, afectar la independencia del Poder Judicial mediante medidas de cuestionable constitucionalidad, sólo nos hace retroceder en el camino hacia la democracia de calidad.

El compromiso democrático.

La pregunta que inicialmente nos planteamos, debería ser, a esta altura, nuevamente, reformulada: ¿Qué podemos hacer nosotros por nuestra democracia? No existe una respuesta unívoca que nos permita resolver el dilema. Tampoco es la intención de esta reflexión imponer, dogmáticamente, una receta infalible para remediar los problemas que nos aquejan. Porque la experiencia nos ha demostrado que no existen las soluciones mágicas y milagrosas, sino aquellas que son el fruto del esfuerzo consecuente y sostenido.

Como ciudadanos y como hombres y mujeres de derecho, debemos renovar, a diario y desde nuestros lugares del trabajo el compromiso permanente e inquebrantable por el fortalecimiento institucional, reclamando la efectiva división de poderes y exigiendo la autonomía e independencia del Poder Judicial, como garantía del respeto de los derechos subjetivos de raigambre constitucional.

Los principales obstáculos a vencer son la apatía y la desidia, producto del desencanto. En tiempos en los que la lógica de la satisfacción inmediata de los deseos parece haberse impuesto a la mística del esfuerzo coordinado y del trabajo arduo orientado al cumplimiento de objetivos a largo plazo, el gran desafío consiste en superar esa inercia que vacía de contenidos a esta travesía, insuflando voluntad y compromiso en los descreídos.

El éxito dependerá, en enorme medida de la recuperación de esos valores que iluminaron el horizonte en aquella primavera democrática y de nuestra capacidad, como profesionales del derecho, de transmitir ese fervor por el respeto de las normas a nuestros hijos. De la misma manera que nuestros padres lo hicieron con nosotros.Para que de esa forma la Promesa de Lealtad a la Constitución Nacional sea mucho más que un acto formal de cumplimiento meramente ritual y obligatorio entre nuestros jóvenes y se convierta en el primer paso, firme y seguro hacia el camino que nos llevará, a todos, a convertirnos en una sociedad, profundamente democrática y respetuosa de las instituciones republicanas.

Por ello, cuando ensayemos nuestras propias respuestas al dilema de la democracia, tengamos en cuenta que deberemos recorrer el resto del camino, enarbolando la tolerancia, la dignidad y la independencia como banderas.



silvina rapossi / dju
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