No existe en el mundo un culto tan arraigado a la muerte como en el antiguo
Perú pues, 7,000 años antes de Cristo se practicaban procesos de momificación
para preservar a sus muertos. Pero estos no sólo eran adorados sino también
consultados. Es así que, en los tiempos de Imperio incaico, los muertos eran
alimentados, aseados, vestidos y halagados con ofrendas y sendos banquetes.
A ellos se le solicitaba consejo antes de proceder a cualquier acto, de manera
tal que las relaciones familiares, económicas y de la tierra eran regidas por
el patriarca muerto quien, prácticamente, dirigía la vida de los vivos.
Es una realidad científica que las células del cuerpo humano permanecen activas
después de muerta la persona es decir, no con la cesación irreversible de la
actividad cerebral el cuerpo en su plenitud acabará con su proceso de biologización,
sino que mantiene algunos signos de vida que son parciales, concretos y determinados
por cada región corpórea. La vida celular se mantiene después de producida la
muerte. Jurídicamente, la falta de respuesta cerebral (cesación absoluta) extingue
a la persona, pasando de sujeto de derecho a objeto de derecho especial, digno
de la más alta protección.
Sin embargo podemos decir, según nuevos criterios científicos que la muerte
de la persona ya no se produce en la zona cerebral, sino una vez comprobada
la inexistencia de respuesta vital en la última célula. Este criterio avasalla
todas las corrientes biojurídicas. De ser así, podemos hablar de una vida inerte,
de una vida sin movimiento, ni pensamiento, ni sentimientos sólo de una vida
celular indicativa, que puede ir regenerándose o extinguiéndose de a pocos.
Este estado puede durar semanas, meses, años y hasta siglos, una vita cuasi
ad infinitum.
Tomando en cuenta los momentos que establecieron la muerte de la persona, como
en un inicio fue la cesación de la respiración, seguido de la paralización de
la actividad cardíaca y finalmente --criterio rector asumido legalmente-- la
cesación irreversible de la actividad cerebral, podría hablarse a la fecha de
una muerte genética, como aquella que se concreta con la verificación asintomática
de cualquier respuesta genésica en un organismo.
Este criterio está siendo argüido bajo el pretexto de restringir las manipulaciones
genéticas post mortem, estableciendo que el cuerpo humano sin vida completa,
como comúnmente se ha entendido, pero que sigue aún con actividad vital parcial,
no puede ser materia de experimentación, ya que sus procesos biogenésicos no
se han paralizado, por lo que merece una tratamiento jurídico especial. Es así
que no se permitiría que sobre los cadáveres se realicen experimentaciones genéticas
que incluso tratan de reactivar la vida.
Roberto Andorno señala que la teoría de la muerte genética es un absurdo. El
hecho de que haya algunos tejidos (cabellos, unas, etc.) que se mantengan vivos
durante horas o días después de la muerte de la persona no tiene ninguna relevancia
jurídica. Además, esto llevaría al absurdo de considerar que un tejido (p. ej.
un órgano) que se puede mantener con vida después de la muerte sigue "conteniendo"
a la persona (lo que haría imposibles los trasplantes de órganos).Pienso que
hay otras formas mas sensatas de criticar las manipulaciones genéticas.
Si bien para la teoría existencialista la muerte es la posibilidad más propia
del existir no podemos llegar esperar científicamente el dictamen bíblico (Génesis
3: 19) de convertirnos en polvo para poder tramitar la expedición de nuestro
certificado de defunción. Pongamos límites coherentes a las investigaciones
científicas pero tampoco lleguemos al absurdo.
Dr. Enrique Varsi Rospigliosi
Representante del Perú ante el Comité Intergubernamental de Bioética
de la Unesco