Cuando la situación producida por la conducta de los individuos que integran una nación rebasa la capacidad de prevención y represión del Estado, debemos a nuestro entender proceder a efectuar dos estudios: 1° por un lado analizar las causas determinantes del actual problema. Pues, sabido es que todo problema social o individual, e incluso hasta los hechos de la naturaleza, reconocen siempre una causa eficiente; por ello, con mayor razón corresponde establecer cual o cuales son las causas próximas y no tan próximas de esa relación de causa-efecto que originaron el actual problema: e incluso las responsabilidades de quienes deben responder sea por su acción o por su impericia o negligencia, para a partir de aquella relación de causalidad y de la correspondiente impunidad, sea de personas, sea de grupos sociales o institucionales, proceder a corregir la situación que se considera perniciosa, como es el actual estado de seguridad individual y colectivo que hoy vive nuestro pueblo; 2°) la otra línea de acción consiste en volver nuestra mirada hacia las fuentes, porque ellas posibilitaron con el devenir de los siglos e incluso de los milenios, un grado de seguridad a otras naciones que encuadradas en el estado de derecho y partiendo como la nuestra, de una similar cultura histórica, hoy detentan una posición de avanzada a cuya cultura, como mínimo debemos proyectarnos.
Vemos así en un primer diagnóstico, que en nuestro país lamentablemente no impera hoy aquel orden que sería dable desear en lo referente a los tópicos que se van a analizar es esta jornada sobre seguridad urbana que en este momento tenemos el honor de abrir, ya que según surge del temario que se habrá de desarrollar, se irán estudiando y proponiendo las soluciones relativas a la política criminal nacional y provincial; el tema de la seguridad en toda la República; la lucha contra el narcotráfico; la capacitación y los medios tantos humanos como materiales a emplear, tendientes a lograr el reencausamiento de todo lo relativo a la seguridad urbana según el estándar que tenemos en este comienzo del siglo XXI.
Así, se irán viendo los aspectos que más preocupan en este momento, particularmente la violencia en situaciones tales como secuestros; toma de rehenes; robos y otros arrebatos; la falta de seguridad en el tránsito con su secuela de heridos y muertos que nos otorga el triste privilegio de estar a la cabeza del ranking mundial en víctimas de accidentes; lo conmocionante del asesinato a sangre fría por designio voluntario de los criminales; el tema de los estupefacientes con sus derivaciones del tráfico de drogas; consumo; otro delito cometidos bajo sus efectos; lavado de dinero proveniente del mismo; etc.; cuestiones que a su vez se hallan estrechamente relacionadas con núcleos de conflicto y sectores vulnerables: tal el caso de niños en situación de desamparo, como así también la percepción clara que existe de facilitadores de conductas delictivas como venta de alcohol a menores, reducción y comercialización de artículos robados, prostitución callejera, etc.
En este orden de ideas relativo a la inseguridad ciudadana, una reciente encuesta del Ministerio de Justicia y Derechos Humanos de la Nación refleja que en la Capital Federal el 83,1% de los consultados cree que puede ser víctima de un delito, cifra en el Gran Buenos Aires, asciende a 84, 7%; mientras que referido haber sido ya víctimas el 12 y 14,5% respectivamente.
Este cuadro nos lleva a otro alerta también a considerar, que si bien depende del problema anterior del cual es consecuencia, debe no obstante ser analizado por separado. Es que frente a tal estado de desprotección, la primera tendencia del ciudadano al no encontrar ni la protección ni la justicia que monopólicamente el Estado está obligado a brindarle, como cualquier ser humano, vuelve a los orígenes sociales del hombre primitivo. Así entonces, esa situación lo lleva naturalmente a defenderse por si mismo, es decir el sólo y a su grupo familiar más directo frente a todo el resto de los individuos, a lo que debemos sumar que la víctima que no llegó a ejercer su propia defensa y fue de alguna manera afectada ella o en su grupo de pertenencia, tienda a su vez a hacerse justicia por su propia mano, en lo que comúnmente se llama venganza.
Este fenómeno también se advierte por el auge de barrios cerrados; sistemas de vigilancia privada en edificios de propiedad horizontal; garitas en las esquinas; patrullas de vecinos que se turnan en las barriadas vecinales, que muchas veces por falta de profesionalidad, derivan en delitos no queridos, por hechos de violencia que pueden incluso involucrar a vecinos inocentes; etc.
Este cuadro, aunque lo podemos entender ante el estado imperante, de ninguna manera debe ser aceptado, pero es otra prueba de la pérdida del poder de policía que correspondería ejercer al Estado, sea Nacional, Provincial o comunal.
Y esto pasa hoy en nuestra Nación, en la cual ya no sirven solamente los guarismos comparados con otros momentos del país, ni como se hacen habitualmente con otras latitudes; como por ejemplo, cuando se considera la cantidad de policías en proporción con la población. Esto no sirve para la República Argentina donde corresponde hablar primero sobre que cantidad de población delinque y recién luego determinan que porcentaje y calidad de policías necesitamos frente a esa cantidad de delincuentes, máxime que hoy por fines no queridos y a veces bien intencionados pero mal resueltos, sabemos que existe un gran número de delincuentes excarcelados o en libertad por otras razones, que al no estar detenidos ni vigilados, reiteran infinidad de veces los delitos sin haber pagado por los anteriores. A título de ejemplo, lo publicado por el matutino Ámbito Financiero el día de ayer -pág. 16 y 17 sobre las opiniones del Procurador General Bonaerense, Dr. Matías de la Cruz.
Así, cuando se quiere comparar el número de delitos ocurridos en la Ciudad de Buenos Aires o en nuestras provincias, con las estadísticas de ciudades de países desarrollados (últimamente se toma mucho el ejemplo de Nueva York), vemos que ellos no nos sirve, porque las situaciones no son homogéneas, ni el porcentaje de delincuentes existentes es análogo; la muerte de policías y cacos es sideralmente menor en proporción al de nuestra sociedad; etc. Es por eso que debemos replantearnos cuidadosamente dichos estudios comparados si queremos usar las experiencias ajenas adaptándolas a nuestras circunstancias.
Es que como dijimos al comienzo, mucho le costó a nuestra sociedad llegar al estado de derecho, y no podemos permitir que la venganza y la justicia personal vuelvan a entronizarse. Para que ello no suceda, tienen que funcionar real y eficazmente el monopolio de la justicia y de fuerza en manos del Estado que en este momento no tenemos. Nótese en este sentido que estudios estadísticos del Ministerio de Justicia y Derechos Humanos de la Nación determinaron que en el año 1999, en el ámbito nacional, solamente el1,26% del total de delitos denunciados obtuvo condena.
Esta circunstancia se agrava considerablemente si tenemos en cuenta un fenómeno que ha dado a llamarse "la cifra negra del delito" y que no es otra cosa que los ilícitos cometidos que por motivos de diversa índole no son puestos en conocimiento de las autoridades judiciales o policiales. La resultante directo de ello, es que ese elevado porcentaje de delitos perpetrados y no denunciados, carecen de investigación y por ende no reciben respuesta de los organismos del Estado. Tal diferencia porcentual entre los delitos cometidos y denunciados, día a día se acrecienta de manera inversamente proporcional y seguramente incrementará la desconfianza de la ciudadanía sobre la administración de justicia, y creará el campo propicio para que los individuos busquen alternativas propias a la coyuntura que los aqueja, lo cual lejos de disminuir la inseguridad, terminará aumentando la violencia.
Ilustran dicha afirmación datos estadísticos contenidos en registros de la Corte Suprema de Justicia de la Nación y Registro Nacional de Reincidencia según los cuales en el año 1992 la justicia penal de la República Argentina recibió un total de 520.308 denuncias, habiendo recaído condena en 18.414; en el año 1995 se recibieron 713.390, en tanto solo obtuvieron condena 19.172; en el año 1998 se receptaron 980.072, disminuyendo el número de sentencias en 15.714 y en el año 1999 se recibieron 1.043.757, volviendo a bajar la cantidad de condenas a 13.263. Los datos citados permiten extraer como colofón que en los últimos ocho años, el número de denuncias recibidas aumentó un 85%, mientras que las condenas dictadas en idéntico período disminuyeron un 28%.
Las causas del fenómeno pueden encontrarse en la baja estima de la sociedad respecto de las instituciones que la representan, debido muchas veces las dificultades que debe sortear para acceder al sistema de justicia y/o a la morosidad de los procesos judiciales como consecuencia de la congestión de expedientes. Por ello, entendemos que los esfuerzos en política criminal deben ser enfocados a modificar ese panorama.
Para revertir esa tendencia interna, reiteramos la necesidad de volver a las fuentes. Debe prevalecer el interés común frente a los individuales sin que ello importe descuidar estos derechos, siendo el Estado el responsable de defender el sistema de derecho que lo sustenta. Debemos defender a la sociedad en su conjunto como forma más efectiva de defender al ciudadano común y apoyar a la víctima por sobre la figura del delincuente. No puede ser que sólo se hable de rehabilitar a este último y no se de el apoyo psicológico, material y moral a quien sufrió el delito.
Ya el preámbulo de nuestra Constitución Nacional enuncia los grandes fines del Estado entre los que destacamos "afianzar la justicia", "promover el bienestar general" y "asegurar los beneficios de la libertad". Entendiendo ello no como aspiraciones sino como derechos concretos, la Nación deberá reformular seriamente su política de seguridad para que la sociedad pierda el escepticismo y recobre la confianza en sus instituciones, dotando a los individuos de certeza a la hora de movilizar los mecanismos previstos para protegerlos, sea impidiendo un ataque a su persona y/o bienes a través de la prevención de hechos criminales, procurando compensarles el daño que hubieran sufrido, y fundamentalmente castigando efectivamente a quien delinque; así también como mejorando las condiciones socio-económicas para que el delincuente ocasional no se vea impelido, o cuando menos motivado a delinquir.
Debe en síntesis recrearse con toda urgencia el efectivo sistema de premios y castigos, base de toda educación humana desde los albores de la existencia de la vida, pues, conforme lo sostuviéramos en "La responsabilidad aquiliana del Estado y sus Funcionarios", "...la historia ha mostrado elocuentemente cómo las condiciones sociales, morales, éticas y económicas van condicionando los fines naturales del hombre y van rebasando aquellas normas, que éste dicta, cuando no condicen con la realidad social que tiende a reglamentar, equilibrándose con sus modificaciones y logrando el propósito final de un ordenamiento justo de la vida social, o como dice Renard "ajustado" a las características propias de lo ordenado que es la conducta humana"; o lo expresado por Santo Tomás en su Suma Teológica, cuyo pensamiento compartimos, cuando señala que "el derecho es una adecuación o ajuste de la vida a la regla que le es propia".
No en vano, debemos recordar que la principal meta de todo gobierno es precisamente marca objetivos, acondicionar recursos, ser capaz de diseñar estrategias, pero solo aquello emanado de una necesidad social y de un entorno social determinado. El gobierno representa un estado de opinión y de recursos determinados y es desde esta perspectiva, donde surge la orientación hacia donde tiene que ir la política criminal en materia de seguridad.
Ninguna duda tenemos que la seguridad es un tema complejo, que es responsabilidad de todos y que requiere una respuesta interdisciplinaria. Esa responsabilidad sin embargo, reconoce la existencia de diferentes niveles de obligación recayendo en el Estado el deber de monopolio de la fuerza a través del poder de policía en general, que en materia de delitos descansa fundamentalmente en las fuerzas de seguridad desempeñado por idóneos agentes de una correcta administración pública enmarcada en leyes, decretos y ordenanzas provenientes de cuerpos legislativos que dicten normas de convivencia inteligentes y bien maduras, no legislando a las apuradas o sobre la marcha para las coyunturas, como vemos que hoy tan comúnmente se hace; con un sistema judicial eficiente donde la acusación (fiscales, querellantes, incluso denunciantes) actúe dentro de un marco de serenidad que es dable esperar; idénticamente para la defensa, ya sea ésta ejercida por el ministerio público o por el propio interesado o sus profesionales, todo ello enmarcado por un Poder Judicial serio que tenga en esos otros estamentos la apoyatura ordenada para desarrollar eficientemente su labor.
Necesario es recordar que la justicia (hoy tan vilipendiada) no es sólo obra de los jueces. Pues, aunque el ciudadano común cuando escuche hablar de justicia se represente la figura del juez, sabemos que esto no es así. En la formación de la justicia hasta llegar a la sentencia, hace falta una larga cadena de múltiples eslabones. La justicia la integra el legislador que de la norma; la policía de prevención y los organismos de sanción; los fiscales que acusan; abogados que defienden; las propias víctimas y los propios delincuentes; el ciudadano común; y por qué no decirlo con todas las letras: los medios de comunicación que con sus informaciones y en el afán a veces bien intencionado de su trabajo, ayudan o traban el accionar de todos los organismos (incluso en el momento de máxima tensión o peligro como hemos visto en caso de delitos con rehenes). Los medios pueden tener un altísimo destino en la ayuda de la superación de esta situación que hoy vivimos, pero pueden complicarla aún más. Quiera Dios iluminarlos e iluminarlos para mejorar.
También en ese mismo nivel se localizan otros agentes o estamentos del llamado control social formal que en la actualidad se hallan en proceso de profunda revisión y que integran otras caras del mismo problema. En este sentido, el sistema penitenciario de nuestro país padece obsolescencia y superpoblación haciendo inviable no solo la recuperación de los detenidos, sino también la desocupación de los calabozos de las comisarías, con el consiguiente foco adicional de tensión y distracción de esfuerzos por parte de efectivos policiales. A modo de ejemplo, podemos decir que en la ciudad de La Plata existen aproximadamente 200 detenidos en seccionales policiales que comprometen a 500 agentes afectados a su vigilancia y traslados a tribunales, con la consiguiente desatención del resto de la ciudadanía.
Otro aspecto a desarrollar por parte del estado es el concerniente a la instrumentación de medidas orientadas a proteger y asistir a víctimas de delito, sea en su aspecto físico, jurídico o psicológico. No podemos olvidar que la víctima de un delito ha sido vejada, humillada socialmente, y que a causa del padecimiento sufre física, emocional y moralmente. Por lo tanto la cabal comprensión de ese sufrimiento deviene imprescindible a la hora de brindarle asistencia integral.
La comisión de un delito genera en la sociedad la pérdida de confianza en el sistema jurídico que la regula, e importa un quiebre de las expectativas ciudadanas en el marco de la convivencia social. Tal afectación a la paz social pueden considerarse la consecuencia general de una conducta delictiva que se traduce en lo que comúnmente denominamos sensación de desprotección e inseguridad.
Entendemos que las cuestiones mencionadas son sólo algunas de las que conforman un problema tan complejo y vasto como es la seguridad urbana. Es por ello que debemos instalar el debate reconociendo como primera medida que se trata de un conflicto de innumerables vertientes y consecuencias; y que la solución, lejos de ingenuos y peligrosos reduccionismos, pasará por una respuesta interdisciplinaria urgida por la situación que se vive y nutrida del necesario soporte científico, académicos y material, unida imprescindiblemente a una política de seguridad coordinada entre los Poderes Ejecutivos, Legislativos y Judiciales de la Nación, las provincias y los municipios, capaz de llevar adelante iniciativas concretas.
Debemos construir una nueva cultura de seguridad pública con fuerte participación comunitaria, lo cual ayudará a identificar y controlar focos conflictivos y sectores vulnerables. Es que la atención de esa problemática actuará en la línea de prevención, entendida, no solamente, como prevención del delito, sino como práctica social, permitiendo recuperar la credibilidad perdida en las instituciones públicas y volver a la convivencia pacífica.
De lo contrario, la inseguridad continuará adueñándose de nuestras ciudades, nuestros pueblos, nuestros barrios y nuestras familias, coartando nuestra propia libertad por falta de seguridad, hecho extremadamente perjudicial para toda nación democrática.
Sería deseable que no nos falte la decisión y el coraje para llevar adelante las acciones necesarias.