22 de Noviembre de 2024
Edición 7097 ISSN 1667-8486
Próxima Actualización: 23/11/2024

La sensación de impunidad

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No resulta en absoluto novedoso que la ola de delincuencia armada es producto de una variedad de factores que coadyuvan a que el individuo despliegue conductas antisociales que, por su violencia, evidencian una desvaloración de la vida de los demás de manera incomprensible.

Como tantas veces se ha dicho, lo normal es que, para que el sujeto llegue a tales extremos, primero habrá de incursionar por delitos menores en los que, por el quantum de la pena o por la imposibilidad práctica del Estado, el autor resulta impune.

En efecto, la comisión de delitos dolosos menores sin sanción punitiva efectiva, crea en el individuo un lógico aunque errado juicio de valor respecto a las autoridades preventivas y judiciales.

Por causas múltiples que se relacionan con el medio que rodea al sujeto (cuya enumeración excede este trabajo), éste traspasa la barrera de lo que está bien y lo que está mal, adoptando conductas antisociales que, por no estar adecuadamente sancionadas por los operadores del Estado, culminan en el delito en sentido estricto. Más allá de la famosa teoría de la ventana rota, lo cierto es que los primeros pasos de la delincuencia armada comienzan en los delitos contra la propiedad tales como el daño, el hurto en sus diversas modalidades como por ejemplo, el arrebato, etc.

La mayoría de las veces que se producen tales ilícitos, por la modalidad de los mismos, resulta imposible esclarecer quién o quiénes han sido sus autores. Con lo cual se genera el caldo de cultivo en el menosprecio del sujeto activo por "la cosa ajena".

En ese contexto, debemos analizar qué ocurre en los supuestos en que la identidad del presunto autor del ilícito logra determinarse.

La escala penal aparece por demás benigna en una amplia gama de delitos (menos de tres años de prisión), razón por la cual, de resultar condenado, el autor gozará del beneficio de cumplimiento de pena en suspenso.

Más allá de la sanción impuesta, la sentencia condenatoria por delitos de menor cuantía, queda en la mente del sujeto equiparada a la absolución pues, al gozar de libertad, en su fuero interno considera que el camino se le ha allanado sea para reinsertarse a la sociedad (Que es la aspiración del Legislador) o bien para continuar delinquiendo. En esta última elección la sensación de impunidad es innegable.

Adviértase pues que a esta altura del proceso, el estado de inocencia del imputado ha sido totalmente desvirtuado, por lo que resultaría lógico y esperable que el condenado siguiera su camino por la senda correcta del trabajo y la educación.

Lamentablemente la realidad indica que ello no es así. El índice de reincidencia es alarmantemente elevado resultando la reinserción a la sociedad la excepción que confirma la regla. "Este es otro síntoma de la sensación de impunidad."

Hasta ahora habíamos abordado aquellas conductas en las que la integridad física de los ciudadanos no estaba en juego sino tan solo el derecho de propiedad.

Existen algunos supuestos de conductas disvaliosas como las lesiones leves, el abuso de armas, las lesiones leves o la portación ilegítima de arma de uso civil en donde las que se ataca o se coloca en peligro es la integridad física de las personas.

En todas ellas, el Legislador ha considerado adecuado establecer una pena inferior a los tres años en razón de considerar que el bien jurídico tutelado no reviste la entidad suficiente como para enmarcarlas entre los delitos graves que la ley sanciona con todo su rigor.

Sin embargo, las víctimas no consideran lo mismo.

En efecto, el trauma padecido por el sujeto pasivo del ilícito de ninguna manera queda satisfecho ni mínimamente subsanado. El sólo hecho de encontrarse el mismo día en la vía pública con quien horas antes había atentado contra su persona causándole un daño físico o poniendo en peligro su integridad, genera en la víctima un esperado y comprensible descrédito en la Justicia y eventualmente en las leyes vigentes.

Lo expreso así puesto que el ciudadano común castiga socialmente a quien toma las decisiones. En los casos particulares como los que nos ocupan, son los jueces quienes toman tal decisión en cumplimiento de las leyes vigentes. La Justicia termina así siendo el "pato de la boda" pues, lo que desconoce el ciudadano común y conocemos los abogados, es que el Magistrado no ha hecho otra cosa que cumplir con la ley procesal y de fondo vigentes. De lo que se infiere que el origen de la cuestión, se encuentra a nivel legislativo.

Entre los esfuerzos del Legislador, quien tuvo en mira principios de oportunidad, razonabilidad, legalidad y economía procesal; la ley Penal, contempla en su articulado remedios jurídicos inspirados en la prevención del delito y en su sanción en caso de transgredir tales soluciones. Uno de los supuestos es la Suspensión del Juicio a Prueba establecido por el art.76bis y siguientes del Código Penal. Este instituto, respetando el estado de inocencia que goza el imputado, le posibilita a éste acceder al cumplimiento de determinadas reglas de conducta en libertad ambulatoria y, cumplidas que sean, la acción penal se extingue.

Pero como lo tengo dicho en otros trabajos, el remedio mencionado supra, adolece de un defecto incomprensible cual es posibilitar a los presuntos autores de ilícitos cuya pena sea inferior a tres años de prisión acogerse a tal normativa aunque el ilícito se haya cometido de manera dolosa, prohibiendo la concesión del instituto a imputados de delitos tales como las lesiones culposas por estar sancionados con la pena de inhabilitación.

De tal manera, mientras que el que dañó una cosa ajena, el que hurtó, el que llevó un arma consigo sin autorización legal o el que disparó contra otro sin herirlo gozan de la posibilidad histórica de obtener la extinción de la acción penal; aquel que cometió tan sólo una imprudencia causando lesiones a otro deberá llegar a juicio y, de resultar condenado, habrá de cumplir de manera efectiva con la inhabilitación que se le imponga.

Aquel que labore lícitamente conduciendo un rodado quedará sin empleo y, dada la severidad del sistema por su desigualdad, se convertirá en un individuo presionado psíquicamente pudiendo en circunstancias extremas, elegir la vía del delito doloso contra la propiedad en el marco de la miseria laboral que padece.

La ley (sin proponérselo) promueve de esta manera una "lucha incongruente entre pobres contra pobres".

Asistimos así al desequilibrio de la balanza en materia de legislación penal en donde la sensación de impunidad se potencia.

Tal desigualdad no sólo se evidencia en los presuntos autores de ilícitos, también son las víctimas quienes asisten a un tratamiento diferenciado de parte de la ley: Mientras que la víctima de delitos dolosos debe tolerar la libertad ambulatoria de quien le hiciere sufrir deliberadamente de un ilícito, el sujeto pasivo de las lesiones culposas gozará del derecho de acceder a una indemnización por daños y perjuicios totalmente justa.

¿Cómo explicar a unos la solución socialmente injusta mientras que otros gozan del justo resarcimiento por el delito culposo? La tarea para los operadores de la Justicia se convierte sin lugar a dudas en un camino difícil.

A no dudarlo, nuevamente triunfa lo incomprensible para el ciudadano sobre la lógica pura de "dar a cada uno lo que le corresponde".

Los ciudadanos se sienten atacados desde dos flancos: por un lado, la delincuencia y por el otro por la ley que no colma sus expectativas.

Sin sanción no existe orden social posible.

Así presentado el escenario, advertimos un fenómeno que se traduce en sentimientos totalmente encontrados: Para el delincuente, el de impunidad y para la víctima el de desprotección estatal. Sin embargo, aún siendo contrapuestos, estos sentimientos resultan de idéntica valoración por los sujetos activos y pasivos del delito. Es una "comedia"para unos y una "tragedia" para los otros. ¿Cómo hacer para que la obra sea un "drama"? Vale decir, lograr que sea una combinación de dolores equidistantes entre la víctima y el delincuente, colocándose el Estado en el centro de la obra como protagonista. como el personaje que toma las decisiones rápidas y justas, el que jamás resultará dañado pues, más allá de los padecimientos que puedan sufrir la víctima por el delito y el delincuente por la sanción; debe finalmente lograrse que quede en el espectador la especial sensación de que el gran protagonista de la obra se inclinó por el más débil tratando de subsanar sus sinsabores.

La solución para la problemática planteada no es fácil. Pero ello no implica que sea imposible.

Sólo basta con asumir que tenemos un conflicto serio en materia de legislación.

En ese orden de ideas, también debemos llegar al convencimiento que deben existir criterios de política legislativa únicos rectores para toda la Nación y las Provincias que, llevados a la práctica con eficiencia, posibilitarán disminuir primero y eliminar después la sensación de impunidad en la población que ha elegido el delito de manera ocasional o como medio de vida.

Sabido es que se han hecho denodados esfuerzos por subsanar el problema, pero al encontrarse atomizados entre las numerosas jurisdicciones de la Nación, culminarán en la esterilidad y a la corta o a la larga habrán fracasado.

Nuestro Código Penal deberá ser materia de una modificación completa y sistemática que abarque la totalidad de las necesidades de la población e infunda en el sujeto que delinca el respeto que las leyes merecen y que, transgredidas que sean, se sancione al infractor con todo el rigor que nuestra sociedad reclama, en especial en lo relativo al cumplimiento de las penas.

Si no comprendemos que para gozar de los beneficios de la libertad se impone previamente la tarea de afianzar la justicia y que para ello, el Magistrado debe contar con instrumentos legales óptimos, coherentes con el reclamo del ciudadano, privaremos a las generaciones venideras de la oportunidad histórica de considerar al actual estado de cosas tan sólo como una situación anecdótica de la vida de la Argentina.

Para llegar a tal aspiración de máxima, todos nosotros debemos comprometernos en el mismo sentido, proponiendo nuevas ideas que impliquen soluciones factibles.

Sólo es cuestión de comenzar. La sensación de impunidad es un fenómeno de hoy. Construyamos pues un mañana en donde impere la sensación de seguridad, en el marco del estado de derecho que supimos conseguir.


Dr. Marcos Petersen Victorica
Fiscal Adjunto, Cuerpo de Fiscales de Juicio de San Isidro



/ dju
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