Parecería que la sociedad -o, tal vez, así nos lo quieren hacer ver-, se enrola en una postura esencialista, y la decisión de liberar a “personajes” como Omar Chabán sería contraria a la idea general de justicia, al no compartir la esencia que ese concepto encierra. La resolución contrariaría la esencia de la justicia, más allá de que sea legal, e incluso legítima para los operadores jurídicos.
Por el contrario, éstos últimos parecerían enrolarse en una posición constructivista, totalmente antagónica, para la cual la justicia no es un concepto trascendente, sino que se construye en cada momento y con cada decisión, y, por lo tanto, la decisión sería justa bajo tales parámetros.
Como se dijo, los medios de comunicación presentan al concepto de justicia como algo que tiene un solo significado verdadero, significado que se hallaría fundado en cuestiones que están por encima de las leyes y de la voluntad individual de los propios integrantes de la sociedad.
A partir de allí, fácil es deducir que la idea de justicia se encuentra por sobre todas las decisiones, incluso las que, estando de acuerdo con la letra de la ley, sean contrarias al contenido de justicia e írritas en el plano trascendente.
El “sustrato” de la justicia se presenta, entonces, como una situación de hecho demostrada, de modo que sus conclusiones deben ser aceptadas, sin un análisis crítico de sus fundamentos. Esto es lo que se denomina “función ideológica del lenguaje”, que hoy -como siempre-, está siendo manipulada por ciertos sectores para que sirva a sus propios intereses.
Así, los supuestos “voceros de la población” emiten una definición retórica o persuasiva, lo que no es más que una falacia orientada a establecer, con pretensión de verdad absoluta, aquello que hace que una decisión sea justa, para apoderarse de esa manera de su contenido emotivo.
Se utiliza de ese modo la palabra “justicia” como un mecanismo de persuasión, como un instrumento de dominio, para darle un contenido favorable hacia el campo propio de quien la enuncia. Lo grave de esta situación es que se plantea a la decisión como injusta, y, por lo tanto, contraria a derecho; cuando, en todo caso, de ser injusta no sería opuesta al derecho, sino a la ética.
Se dijo párrafos atrás que, acorde los términos vertidos por los comunicadores sociales y los responsables políticos, parecería que la sociedad se vuelca hacia una postura esencialista en torno a la idea de justicia.
Y en el esencialismo encajan perfectamente las definiciones persuasivas: el contenido del término justicia propuesto por el sector político no sería una invención suya ni del periodismo, sino que, de algún modo, estaba allí para ser desentrañado por quien fuese sensible a ciertas evidencias de una realidad trascendente.
La definición persuasiva, además, ejerce cierta manipulación sobre el significado, en este caso, de la palabra justicia: lo limita, lo extiende, lo cambia lisa y llanamente, en fin, lo acomoda a las necesidades de quien enuncia ese significado, según su interés por utilizar la palabra en cierto contexto (esto es estipular un significado)(debe reconocerse que el constructivismo también recurre a este mecanismo, pero creo que lo hace sin disimulo, o al menos con más sinceridad que lo que lo hace el esencialismo).
Cabe agregar, como otra observación, que la circunstancia de que los más altos funcionarios nacionales y los más prestigiosos medios masivos de comunicación repitan constantemente que la decisión es injusta, hace caer al común de la sociedad en lo que se llama “falacia de autoridad”, lo que consiste en suponer que el hecho de que tales “figuras” sostengan que la resolución es contraria a la justicia “hace per se” que efectivamente sea injusta.
En tal sentido, es preciso remarcar que la justicia o injusticia (al igual que la verdad) de la decisión es independiente de la cantidad o la “calidad” de la gente que la valore.
Además, y aunque no lo reconozcan, utilizan el recurso de la “intuición emocional”, por el cual les sería posible distinguir lo bueno de lo malo, lo justo de lo injusto, lo verdadero de lo falso, y adquirir, por ésta vía, certezas sobre cuestiones que están más allá de la realidad.
Claro que a la hora de cotejar esa intuición emocional con la realidad apelan a falaces argumentos, tales como “si toda la población clama por la revocación de la resolución, es fácil intuir que es justamente porque aquella decisión es injusta”.
Ahora bien, creo que si efectivamente es posible establecer objetiva y trascendentalmente cuando una decisión es justa, ello no es algo que esté hoy día a nuestro alcance conocer. Ergo, no podemos negar que exista “la justicia” en términos absolutos, pero tampoco podemos, tal como se intenta desde cierto sector de la sociedad, afirmarlo con pretensión de verdad definitiva.
Así, considero que cuando abrimos juicios sobre “la realidad” o “la justicia”, con la pretensión de que dichos postulados son “verdaderos”, debemos ser conscientes de que tienen tal entidad sólo en relación a su propio universo de discurso, enteramente relativo.
De esta forma, si el hecho en sí mismo de que un imputado de un delito permanezca libre hasta el momento de la condena firme sobre su culpabilidad, tiene una suerte de valor axiológico único y universal en términos de justicia, o, contrariamente, tiene tal entidad la posición inversa, ello no es algo que podamos conocer por un método que sea común para todas las personas y para todos los tiempos, al menos con las herramientas metodológicas que conocemos hasta hoy.
Por el contrario, las verdades de la ciencia son siempre relativas, al asentarse en presupuestos epistemológicos no demostrados –situación de la cual no está exenta en derecho-. Entonces, la afirmación de que tal resolución es injusta será siempre relativa, ya que aquellos que la postulan no explican como llegan a saber que esa resolución “adolece de justicia” en términos definitivos.
Por otra parte, cuando hablamos de justicia nos referimos a algo abstracto, que no tiene una denotación tal fácilmente determinable como, verbigracia, la palabra “perro”: no vemos a “la justicia”, sino actos, decisiones que, a criterio de quien los examine, serán justos o injustos.
El problema aparece, entonces, para establecer las características definitorias que una decisión debe presentar para que sea justa, y, asimismo, para acordar quien o quienes serán los encargados de fijar tales caracteres.
Desde mi perspectiva, es una cuestión de decisión humana el establecer las características que definirán a un acto como justo o injusto; y al tratarse de una mera decisión humana, será un asunto de acuerdo entre pares el establecimiento de aquellos elementos definitorios (el inconveniente está dado en que, generalmente, no es un acuerdo de pares, sino una imposición de unos pocos, que ocupan posiciones no precisamente de paridad para con el resto).
En el caso que se tomó como disparador de este trabajo, el inconveniente, tal vez, es que comunicadores interesados y políticos inescrupulosos pretenden sacar rédito del dolor ajeno, e intentan hacer ver como información “objetiva” y “verdadera” en sentido estricto y absoluto el significado que ellos le dan a la idea de justicia; presentan su tesis sobre el punto como la única posible, sin explicar, obviamente, como llegan a sus conclusiones (postulan definiciones estipulativas como si fuesen informativas, sospecho que a sabiendas, y adrede).
No hay, entonces, una definición única, definitiva, verdadera, de la justicia, sino que dependerá de una cuestión práctica, de lo que sirva en el momento dado como justo o injusto.
Tal vez la justicia, al igual que la realidad, sea sólo una, pero de momento no se conoce el método para acceder a esa “posible única justicia”, de forma tal que, quien se arroga la facultad de decir que tal resolución es justa o injusta en términos absolutos, sin justificar como llega a ello, no hace más que engañar.
Es posible que esta tesitura suene poco comprometida con “valores” o “principios”, y, a la vez, que reciba las mismas críticas que parágrafos atrás se hizo respecto del esencialismo: que sus conclusiones con caprichosas y responden a los intereses de quien las enuncia.
Acepto tales observaciones, y en parte las comparto, pero creo, tal como lo señalé anteriormente, que el pensamiento del constructivismo es, cuanto menos, más sincero que el del esencialismo: no pretende establecer que tal o cual cosa debe interpretarse de una forma u otra, sin más discusiones, sino que, por el contrario, reconoce lo limitado de sus afirmaciones, y deja abierta la posibilidad constante de su refutación.
Como corolario resta agregar que, quizás, este antagonismo del criterio de justicia sea un ejemplo más de lo “blando” que es desde hace un tiempo el derecho, máxime en nuestro país.
A diario vemos como jueces, posiblemente receptando el reclamo social por la mala calidad de las leyes y las “injusticias” que esa situación provoca, resuelven alejándose del marco normativo, recurriendo a vagas expresiones tales como “los principios del derecho”, o “razones de justicia me obligan a apartarme del derecho vigente”.
Este estiramiento indiscriminado del derecho hacia el reclamo social o grupal de tal o cual sector o momento encierra sin dudas graves peligros: hoy, avanzar sobre el principio constitucional de inocencia parece una decisión apegada a la idea trascendente de justicia; mañana, lo justo en tales términos tal vez sea avanzar sobre otra garantía constitucional; y pasado, en nombre de la “justicia verdadera”, quizás se reclame que ruede la cabeza de todo el sistema de garantías, acuerdo normativo que tantos años y luchas costó construir.