03 de Julio de 2024
Edición 6998 ISSN 1667-8486
Próxima Actualización: 04/07/2024

Hacia la federalización de la Corte

El Dr. Gustavo Carranza Latrubesse, ex juez en lo civil y comercial, reflexiona sobre la necesidad de que los ministros de la Corte Suprema de Justicia de la Nación sean designados de manera de reflejar una representación federal.

 
Se dice en doctrina que la conformación de una Corte Federal fue creación de la Convención de Filadelfia de 1776, de donde nuestros constituyentes de 1853 habrían tomado el antecedente para conformar uno de los poderes del Estado, sobre la base de la división tripartita russoniana y en el marco de los “frenos y contrapesos” que habrían de regular la eficacia del sistema y asegurar la independencia de cada uno. En definitiva, una forma de asegurar el reparto armónico del poder para hacer posible la gobernabilidad; con ello, sustentar el afianzamiento de las instituciones, el bienestar y, como dice la Constitución de los Estados Unidos –única en el mundo en eso- asegurar la felicidad del pueblo de la Nación. Las cálidas utopías del Preámbulo, todavía –y tal vez eternamente- insatisfechas, entre ellas, afianzar la justicia que mucho necesitaba en organización y eficacia, sigue siendo una asignatura pendiente.

Las voces agoreras, de los cipayos de dentro y de fuera pero, particularmente, al aliento de los desesperanzados vernáculos que aunque con justificada desazón claman por el que se “vayan todos”, viene a poner en escena como cuestión de interés la federalización de la Corte federal. Esto requiere un estudio profundo que debe ser acometido por historiadores y constitucionalistas, de modo que esta nota es una incitación al estudio de esta temática que juzgamos trascendente, justa y necesaria si es que, en realidad, creemos en el Estado federal. Es, además, oportuno si es que se piensa en que debe renovarse la composición del Alto Tribunal como modo de asignarle una fuerza de cohesión de los derechos, libertades y garantías que se muestran avasallados en tantos aspectos que mucho tienen que ver con los derechos de la personalidad y no solamente con el derecho de propiedad, que es el discurso actual y, en apariencia, más preocupante de la sociedad global; el reclamo de las cacerolas, por rara coincidencia, no se dio con relación a la pobreza del presupuesto universitario, ni a la calidad de vida que se afecta a través de los déficit en salud y asistencia social, sino en orden a la propiedad. La burguesía ha hecho escuchar su voz y la propiedad, singular derecho desarrollado en el Código Civil, ha encontrado eco en sus reclamos con mayor fuerza que los derechos esenciales de la personalidad. Pero así son las cosas, basta ver la realidad para constatarlo, sin que ello implique reconocer que ha habido –y habrán- reclamos vinculados a la prestación de salud y educación; pero el pueblo, en diciembre del 2000 se movilizó, abiertamente, por la restricción de las libertades y, luego, como reacción contra el avance al poder de disposición de los fondos depositados en el sistema financiero.

Como quiera que fuera, se mantiene la exigencia de que los ministros del Alto Tribunal presenten sus renuncias y, con ellos, la inmensa mayoría de la dirigencia política ve afectada su credibilidad. No sostenemos esta pretensión que mucho se parece a la afirmación del desgobierno y la anarquía y, menos todavía, que sea admisible sostener que un gobierno piquetero sin otra finalidad que sus reclamos personales –más allá de la ínsita justicia que los alienta- pueda llevar a ordenar los destinos de la Patria en tiempos de crisis. Se trata de que en los próximos tiempos de la organización que deberá arbitrarse a partir de las nuevas elecciones presidenciales, el destino de la Corte implique –sin desmedro de sus individualidades- un justo reparto del poder federal, que existe respecto de los otros órganos del poder de gobierno.

No hay mayores dudas en que el federalismo se da con mayor énfasis en el poder legislativo; allí –en el Senado- están representadas las provincias como estados autónomos, componentes del Estado general; y las distintas corrientes de opinión que conforman la idea de la diversidad en libertad se confina en la Cámara de Diputados. El Poder Ejecutivo, a su vez, desde que el presidente es elegido en un distrito único por la suma de los votos emitidos en todo el territorio de la República, contiene la expresión de la idea federal, que orientará la política nacional a los confines de la Patria y en consonancia con la voluntad del Congreso; no el que ahora ha delegado –indebidamente y con no poca torpeza- sus facultades constitucionales; sino aquél cuyas funciones están en esencia y síntesis enunciadas en el art. 75 del Carta del Estado.

Pero en la composición del Alto Tribunal cuyas competencias definen los arts. 116 y 117 del la Constitución, la ley 27, la ley 48 y las restantes disposiciones derivadas, no hay representación federal alguna, al menos, de modo orgánico. Es sabido que para los juristas el máximo galardón profesional a que pueden aspirar es integrar el máximo tribunal de la República; ilustre destino y tremenda responsabilidad de muy pocos. Los requisitos que la Carta del Estado ha impuesto nada postulan respecto a su representación federal. No obstante, aún en los tiempos difíciles por los que atraviesa la República, nos parece esencial atender a su conformación federal; por muchas razones. Sólo algunas serán, por ahora, suficientes para sostener este argumento. Como decía un latino, integrante de la Corte de los Estados Unidos, los jueces deben atender a las opiniones de los hombres probos de buena voluntad, porque de algún modo están representando el criterio imperante en el orden social. Nuestra Corte federal se hizo eco de esta idea en el caso “Santamarina” de 1986 en que se sentaron principios de elevado interés, aunque no es del caso destacarlos aquí, a excepción del mencionado. No hay duda en que el derecho debe seguir a los hechos (Josserand, von Ihering); el derecho debe regular las conductas para asegurar la convivencia fructífera de los ciudadanos en un marco de prosperidad y, de modo esencial, de paz social; la Corte es el interprete máximo de la Constitución, de sus preceptos, de sus derechos y libertades y, en definitiva, de las garantías que alienta el sistema. La equiparación de los tratados sobre derechos humanos a la jerarquía constitucional obliga a considerar como integrante prioritario del ordenamiento jurídico lo concertado por la República sobre el punto. Hay un orden social, un nuevo impulso que seguramente se renueva con las generaciones humanas que debe canalizar el criterio de la Constitución y que se hace obligatorio y evidente en las sentencias de la Corte federal en los casos singulares que resuelve. Pero los hombres que la componen son fruto de la sociedad que los cobija, de sus costumbres, de sus necesidades y de sus justas ambiciones; y no hay allí expresión federal en el sentido de que distintos son –y es bueno que lo sea- los criterios que alientan los hombres del interior, entendiendo por tales las distintas regiones que nítidamente distinguen la idiosincrasia de la diversidad. ¿Por que motivo no está el federalismo incrustado en el corazón de la Corte federal cuando, precisamente, sus decisiones son llamadas en hipótesis en que las provincias son demandadas en vía originaria en su sede (art. 116, CN)? El criterio de los hombres probos de buena voluntad puede ser diverso en temas particulares en los hombres de la Patagonia, como claramente se puso de manifiesto en la confrontación del Beagle, en los de Cuyo o del Litoral. Y no es justo ni equitativo que la Corte se pronuncie sobre aspectos singulares sin que esos criterios estén representados en el Alto Tribunal, pues las sentencias de la Corte tienen un valor inmanente –el stare decisis- que debe respetarse en las instancias ordinarias aunque no fuere obligatorio como suele decirse con cierta ligereza para los jueces inferiores.

Verdad es que no es posible o conveniente que estén representadas las veinticuatro jurisdicciones del país, pero no hay dificultad alguna en identificar las regiones geográficas que representarían situaciones y circunstancias similares en las provincias (Patagonia, Cuyo, Litoral, Pampa, etc.). Cada provincia podría elegir a sus mejores juristas, los más capacitados y probos, en un riguroso análisis de sus antecedentes y extraer de entre ellos a quienes representarían a las regiones y, por fin, serían ungidos por la propuesta presidencial al Senado que les daría acuerdo. Cada uno de los jueces ungidos no podría sino representar a una provincia y, de ese modo, se lograría una representación federal. Es claro que esto, ni ningún sistema pergeñado por el hombre, garantiza regularidad porque la corrupción del corazón humano lo corrompe todo; pero, al menos, sería un modo de dar participación en la interpretación de las cláusulas de la Constitución y del control de las leyes a aquellos juristas que desde las provincias, a menudo lejanas del poder real, han hecho de su vida profesional un verdadero sacerdocio al servicio de la ciencia del Derecho y la alta virtud de dar a cada uno lo suyo.

Ojalá que la doctrina recoja este guante y se ponga a meditar y a trabajar en la consolidación de esta idea que tiene mucho de voluntarismo pero no poca alma de auténtico sentido federal.



dr. gustavo carranza latrubesse / dju
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