Los llamados “Métodos Alternativos de Resolución de Disputas” y más específicamente, la Mediación, introdujeron en nuestro país la idea del abordaje transdisciplinario de los conflictos. Así, abogados, sociólogos, antropólogos, psicólogos y otros profesionales de las Ciencias Sociales hemos generado un intercambio integrador en la materia que, entre otras consecuencias, comienza a desarrollar una agenda y lenguaje comunes.
Cuando aludimos a la denominación “contrato de trabajo” en los procesos sociales estamos introduciendo una idea de obligatoriedad en términos normativos: la ley define al contrato como “acuerdo de voluntades”. Establece además que “las partes deben someterse a las obligaciones que surgen de sus contratos como a la ley misma”.
La elección de esta terminología da cuenta de la creación de un ”espacio virtual”, atravesado por constantes funcionales y temporales vinculadas con las facultades y obligaciones que confiere a los actores sociales su participación y su relación con las efectivas posibilidades fácticas de ejercitarlas.
A diferencia de la obligatoriedad establecida por una norma legal, la obligatoriedad en los procesos sociales participativos – entendida como compromiso social – paradójicamente, se mantiene a través de la voluntariedad. Puntualmente, de la “voluntad de someterse” expresada mediante un dinámico consenso que se renueva a través de la participación y consagra al ejercicio de la libertad. Nuestra propuesta es que la complejidad conceptual descripta se salva con una práctica profesional responsable e idónea de la Facilitación.
Una buena metodología para empezar a trabajar en un contrato cualquiera suele ser – como en la vida - empezar por el principio, es decir, establecer primero las reglas básicas; así como al iniciar un juego proponemos a otro u otros – quién o quiénes – a qué jugar y dónde, surgiendo casi inmediatamente la necesidad de fijar por cuánto tiempo y con cuál reglamento. Esta primera recomendación deviene esencial: si no sabemos con certeza a qué estamos jugando resultará difícil acertar con nuestro comportamiento. Dicho de otro modo, no hacerla coincidir con la esperada por los otros hará que nuestra conducta sea vista – juzgada – como una transgresión. Esta observación vale para todos y cada uno de los actores participantes.
Sin embargo, aún anterior a la tan elemental elección del juego, habremos dado cuenta de una primera decisión (elección) personal: la de jugar por nuestra exclusiva voluntad y, al efectuar a otros la invitación al juego, habremos empezado a trabajar – quizás sin saberlo - en el establecimiento de una norma que es la única que fácticamente puede sostener el juego: el consenso.
En el orden jurídico la transgresión a la norma acarrea la sanción, entendida - en sentido lato - como consecuencia legal necesaria y cuya activación también está prevista en la norma. La transgresión y la consecuente sanción confirman el proceso. En un proceso participativo, en cambio, la transgresión denota la falta de consenso y ésta implica el quiebre del proceso, su extinción.
De lo dicho se desprende la vital importancia que adquiere este “espacio virtual” que denominamos “encuadre o contrato de trabajo” tanto en el sentido de una uniforme comprensión del equipo planificador/facilitador/coordinador, cuanto a dejarlo claramente establecido para los actores del proceso en este imprescindible contrato inicial.
De este modo y expresamente lo hacen los mediadores al inicio de su tarea y así debe hacerlo el facilitador en toda reunión multiparte. El éxito de sus intervenciones destinadas a contener la aparición de las variables propias de la interacción social que podrían alterar el progreso del procedimiento hacia el objetivo cooperativo, dependerá en gran parte de su habilidad para que los acuerdos procesales iniciales se transformen en verdaderas “normas de tránsito”, es decir, adquieran - merced a su apropiación por los actores - la calidad de constantes a lo largo de todo el procedimiento.
Así hablamos de:
- constantes funcionales, aludiendo a lo que todos – incluído el facilitador - podemos y no podemos hacer en el marco del proceso y cómo habremos de hacerlo o no hacerlo;
- la constante temporal, que fijará límites hacia atrás, en su caso, o alentará relaciones entre el pasado y el futuro, proyectando las conductas de los actores y sus consecuencias, estableciendo un contexto de circularidad proactivo para la reflexión, focalizando hacia el futuro a partir de la vigencia del proceso y sus reglas.
- la noción de constante espacial, que nos permitirá, por ejemplo, legitimar algunas conductas o situaciones traídas por los actores en cuanto pertenecientes a otro ámbito sin por ello tener que admitirlas como posibles en el contexto del proceso, haciendo jugar al ámbito físico como resguardo.
Estas constantes que definen el encuadre son sostenidas no sólo a través de las intervenciones comunicacionales verbales (en sus diversas formas sintácticas) dirigidas hacia los actores del proceso, sino también y esencialmente, con la conducta y actitud del mediador, facilitador o coordinador del grupo, como expresión educativa básica de comunicación analógica, que es percibida aún sin que medie la comprensión consciente.
Sólo una comunicación plena y eficiente renovada permanentemente a lo largo del proceso puede constituírse en garantía de los actores, como contracautela al recíproco compromiso que implica su consenso.
Así, lo que constituye legítimo recurso en otro ámbito – como la preclusión procesal, los apercibimientos y amenazas de sanción – no será de utilidad para avanzar y consolidar la participación social.
Para mantener el consenso la transparencia se torna indispensable, aunque ella sola pueda ser insuficiente. Habrá que aggiornarla adecuadamente con otros recursos que posibiliten, primero, la apropiación del proceso por las partes; finalmente, su sentimiento de propiedad y responsabilidad sobre los productos obtenidos.