En cada nuevo día que comienza en los estrados del juzgado, en cada nuevo movimiento que el operador jurídico planifica, en cada nueva estrategia que se teje en la mente, en suma, en cada paso que se da, existe un factor extra, un agregado impostergable que nos avienta, muchas veces, en la desesperanza, el desconcierto y una extraña sensación de fracaso.
La incertidumbre en cuanto a los tiempos del sistema judicial argentino, convierten a la operatoria jurídica en una especie de rueda de la fortuna, donde la suerte, premia o condena al cliente, según el juzgado o tribunal, que en buena o mala hora, toma conocimiento en la cuestión.
Los plazos máximos que los magistrados poseen para expedirse, se encuentran plasmados en nuestro Código Procesal; sin embargo, en la cotidianeidad del desarrollo de la actividad jurídica, los mismos, en múltiples ocasiones no se observan.
Es allí, donde la verdadera inseguridad jurídica, subyace y se reproduce, cuando el ciudadano, que confía en el poder del Estado, observa como se convierte en letra muerta, las prescripciones encauzadas a la organización del sistema. Sin embargo, en otro extremo, no son pocas las veces, que se rechazan peticiones por la falta de requisitos formales. En tal sentido, se lanzan odas de acatamiento y se venera en el santuario de la práctica forense, al principio rector, llamado “economía procesal”. Y se aduce que la celeridad es necesaria como condición in ecuánime de la justicia en la aplicación del derecho. Que el lector advierta por si, las contradicciones reveladas.
Coincido con la opinión mayoritaria, cuando expresa que en nuestro país, la opinión del ciudadano sobre la justicia, ha oscilado entre la recuperación de la confianza a partir del restablecimiento de la democracia, hasta un marcado proceso de descreimiento en las instituciones elementales, allá por el 2001, que puso en tela de juicio toda la organización estatal, profetizando al compás de sendos cacerolazos, un slogan que quedara para el recuerdo (“Que se vayan todos”).
Incluso, hace pocos días hemos sido testigos de una discusión institucional entre el Presidente de la Nación y la Cámara de Casación Penal. Y aunque, la cuestión de la independencia del poder judicial, la difiramos para otra oportunidad, mucho ha tenido que ver el tema de los tiempos en la aplicación de justicia, por parte de aquellos responsables de perpetrarla.
La desidia verificada por una estructurada burocratizada y verticalista, plantea retos insalvables, de los cuales no parece encontrarse soluciones ecuánimes y signadas por la celeridad que se impone.
En el campo del derecho penal, tampoco la justicia ofrece respuestas en tiempos coherentes, con las cuestiones que se debaten en dichos procesos. Sobre el punto, los delitos de menor significación social debería ser rápidamente resueltos, a efectos de trabajar en la resocialización del equivocado.
Que los recursos humanos, tecnológicos y económicos sean suficientes para responder a la demanda de la ciudadanía, no cabe duda que es una cuestión central, pero además de ello, la inversión en capacitación y profesionalización del servicio de justicia, resulta trascendental. La mentalidad debe mutar, la noción de que hacer las cosas bien una vez, nos ahorra trabajo, debe primar como principio de organización en el trabajo.
La gestión informática del proceso debe ser utilizada a fin de agilizar los procedimientos, en este contexto, la notificación digital configura un claro ejemplo en este sentido, hacia el cual debemos avanzar. Detenernos ante las complicaciones, frustrar el objetivo, por la aparición de obstáculos, no parece ser la mejor forma de encarar, en serio, estas ideas.
Ahora bien, hasta aquí, nos hemos ocupado de los jueces, pero también resulta necesario cuestionarnos que sucede con relación a la tarea del letrado. Muchas, son las cosas que se han opinado en este sentido, mucho en el ideario general descansa sobre la labor profesional y sus mecanismos, sus métodos, sus estrategias. Y lamentablemente, una percepción mala sobrevuela hacia la misma.
Los motivos están a la vista. No son pocos los profesionales que equivocan el camino para intentar llevar adelante un proceso. Una cosa es atacar, y otra muy diferente, es agraviar. Una cosa es defender y otra muy distinta, es obstaculizar y “chicanear”.
La ética, que debería constar en nuestros avatares tribunalicios cotidianos, como un instrumento de contención, de guía, de soporte a nuestra labor; lamentablemente, es dejada de lado, olvidada en algún cajón, escondida tras un mostrador. Y he aquí el meollo del problema.
No debemos dejar de lado, que el expediente constituye un mero soporte en papel, de historias de vida, de situaciones humanas, que generan expectativas y esperanzas o desesperanzas, según el caso, y muchas veces, encontramos en juego, familias, niños, ancianos, cuestiones de salud, etc., todos valores trascendentales para el desarrollo de la vida en sociedad. Por eso, muchas veces una respuesta apurada en una mesa de entrada, del tinte “no esta en letra”, o un café más, con un colega que justo pasa, nos puede desviar del objetivo central, que es hacer cada día más respetable la profesión del abogado y el servicio de administración de justicia.
La frase “reforma judicial” muchas veces pronunciada por diferentes actores, parece ser abordada con poca iniciativa, y a pesar de tanto tiempo invertido en la generación de propuestas, en el presente, seguimos observando, que muchas de ellas no han tenido acogida alguna en los correspondientes ámbitos de decisión.
La calidad y la transparencia en el sistema, deben redundar en una intervención eficiente en pos de colaborar en la mengua de la conflictividad social reinante.
El desafio esta latente, la oportunidad es hoy; trabajar en la mejora de las instituciones del Estado es una responsabilidad, que nos compete, en menor o mayor medida, a todos.