22 de Noviembre de 2024
Edición 7097 ISSN 1667-8486
Próxima Actualización: 23/11/2024

Ley de la terminación de la vida a petición propia y del auxilio al suicidio

Un análisis de la nueva ley holandesa de eutanasia.

 

 

"El suicida ama la vida. Lo que no ama son las circunstancias que le toca vivir." Schopenhauer.

 

El conflicto que genera la confrontación con la inexorabilidad de la muerte suele trastrocar el pensamiento: al científico lo induce a la contradicción; al jurista más inquieto por alcanzar el valor justicia en su más alta expresión le lleva a abandonar el “rasero” de “ley pareja no es rigurosa”; y a casi todos nosotros nos urge a abroquelarnos tras discursos dogmáticos y principistas que poco tienen que ver con esta realidad que se llama vida. Y menos aún con esta realidad de la vida que se llama muerte.

A la hora de opinar sobre eutanasia, esto es, del “acortamiento voluntario de la vida de quien sufre una enfermedad incurable, para poner fin a sus sufrimientos” [1], se introducen en la discusión al menos dos valores esenciales de la existencia humana: la vida y la dignidad de las personas en trance de sufrimiento sin esperanza. Pero también se ponen en entredicho el reconocimiento o la negación del derecho de una persona a decidir su propio destino, en este caso el fin de su propia vida, y el reconocimiento o negación del otorgamiento de atribuciones a otra para coadyuvar a esa decisión.

Estas delicadas cuestiones resurgen hoy con motivo de la aprobación por la Cámara Baja del Parlamento holandés, por 114 votos contra 40 de los partidos cristianos, de la LEY DE LA TERMINACIÓN DE LA VIDA A PETICIÓN PROPIA Y DEL AUXILIO AL SUICIDIO

Pero dejemos por ahora la valoración deontológica y comencemos por analizar la nueva ley.

El Código penal holandés castiga:

·         al que “quitare la vida a otra persona, según el deseo expreso y serio de la misma”;

·         al que “de forma intencionada indujere a otro para que se suicide”, en caso de que el suicidio se produzca; y

·         al que “de forma intencionada prestare auxilio a otro para que se suicide o le facilitare los medios necesarios para ese fin”, en caso de que se produzca el suicidio [2].

De lo que trata la “Ley de la Terminación de la Vida a Petición Propia y del Auxilio al Suicidio” es de la despenalización de esas figuras en los supuestos que la nueva ley establece. A tal fin, introduce reformas al Código Penal, a la Ley Reguladora de los Funerales y a la Ley General de Derecho Administrativo, y reglamenta a qué casos, a qué personas y en qué circunstancias es aplicable, y qué recaudos deben ser observados para que el galeno involucrado en el caso quede exonerado de las sanciones establecidas en la norma penal para los hechos que antes hemos descripto.

El primer aspecto a definir es a qué situaciones se refiere la ley para tener por aplicable su normativa. Concretamente habla de un paciente en estado de padecimiento insoportable y sin esperanzas de mejora [3], que formula una petición voluntaria y bien meditada de que se ponga fin a su vida y requiere ser auxiliado para ello.

Aquí hay dos aspectos, el objetivo y el subjetivo. El primero queda configurado por el “estado de padecimiento insoportable y sin esperanzas de mejora”. En una nota del jurista Horacio R. Granero [4] dedicada a comentar la polémica ley, se dice que la ley acepta los casos de "graves enfermedades psíquicas", siempre que el sufrimiento del paciente sea "insoportable”. La ley no habla en ninguna parte de “graves enfermedades psíquicas”; habla, sí, de “pacientes en estado de padecimiento insoportable”, sin distinguir en que área de su personalidad radica el padecimiento. Pero, toda vez que la ley es –a mi juicio- sumamente cuidadosa al reglamentar las pautas a observar por el médico que se encuentre en situación de participar de una decisión como la que allí se contempla, el tipo de padecimiento a que se refiere tiene que ser comprobable, verificable. Es precisamente el “padecimiento insoportable sin esperanzas de mejora” el presupuesto insoslayable para que nazca la posibilidad de aplicar la normativa que –como ya dije- tiene por finalidad no facultar sino despenalizar. En ese contexto no puede sino concluirse que el “padecimiento insoportable sin esperanzas de mejora” a que se refiere la ley es un hecho objetivo, y como tal, debe ser posible aseverar y acreditar su existencia.

Esto plantea otro interrogante: decidir cuándo el padecimiento es insoportable. Creo que esto no puede estar sino en manos del paciente. Cada quien sabrá cuál es su umbral de tolerancia al sufrimiento. La ley no puede exigir heroísmos. Lo que es duro pero tolerable para unos no tiene por qué ser tolerable para otros. Habrá quien por sus particulares condiciones físicas sea apto para soportar ciertos padeceres. Habrá quien se apoye en sus convicciones religiosas para llevar adelante su dolencia con resignación o con estoicismo. Estamos contemplando las esferas más íntimas de la personalidad, a cuyas profundidades sólo puede acceder cada individuo por sí mismo. Y nadie más.

Veamos el elemento subjetivo. Requiere la ley una expresión de voluntad concreta: la petición del paciente.

Esta expresión de voluntad ha de provenir de un paciente jurídicamente capaz de emitirla. Para ello, la ley agrupa a los pacientes que se encuentren en la situación de hecho que es presupuesto de su aplicación en tres grupos:

1) mayores de dieciocho años: son los plenamente capaces para una manifestación de voluntad válida;

2) menores de dieciocho años pero mayores de dieciséis: se requiere a su respecto: a) que se le pueda considerar en condiciones de realizar una valoración razonable de sus intereses en este asunto; b) que los padres o el padre o la madre que ejerza(n) la patria potestad o la persona que tenga la tutela sobre el menor, haya(n) participado en la toma de la decisión;

3) menores de dieciséis años pero mayores de doce: se requiere a su respecto: a) que pueda considerárselos en condiciones de realizar una valoración razonable de sus intereses en este asunto; b) que los padres o el padre o la madre que ejerza(n) la patria potestad o la persona que tenga la tutela sobre el menor, esté(n) de acuerdo con la terminación de la vida del paciente o con el auxilio al suicidio.

Volviendo sobre el tema de las enfermedades psíquicas, si son de gravedad  conducen a la pérdida del discernimiento que es base de la intención requerida por todos los ordenamientos jurídicos para conferir validez a la expresión de la voluntad. Por tanto, un paciente aquejado de una grave enfermedad psíquica no podría manifestar la “petición voluntaria y bien meditada” que configura uno de los recaudos ineludibles de aplicabilidad de la ley holandesa.

Para el paciente que ya no estuviere en condiciones de expresar su voluntad pero que estuvo en condiciones de realizar una valoración razonable de sus intereses al respecto antes de pasar a encontrarse en el citado estado de incapacidad, la ley contiene directivas expresas en las que exige que haya redactado una declaración por escrito que contenga una petición de terminación de su vida. Esto es aplicable a los pacientes mayores de dieciséis años.

Es decir que siempre debe haber una manifestación clara de la voluntad del paciente capacitado para expresarla.

Quizás configure un aspecto de cierta oscuridad el caso de los menores de dieciocho años, a cuyo respecto se requiere “que pueda considerárselos en condiciones de realizar una valoración razonable de sus intereses en este asunto”. La duda es ¿quién juzga esto? ¿su médico? ¿sus padres? ¿un equipo de psicólogos? Y además ¿qué es razonable? ¿razonable para quién y desde qué punto de vista? Tema sin duda arduo.

Veamos ahora sucintamente qué debe hacer el médico cuando el paciente capaz, en el trance que la ley establece, le pide ayuda para terminar su vida.

Los requisitos de cuidado a los que se refiere el artículo 293, párrafo segundo, del Código Penal, implican que el médico [5]:

a)      ha llegado al convencimiento de que la petición del paciente es voluntaria y bien meditada;

b)      ha llegado al convencimiento de que el padecimiento del paciente es insoportable y sin esperanzas de mejora;

c)       ha informado al paciente de la situación en que se encuentra y de sus perspectivas de futuro;

d)      ha llegado al convencimiento junto con el paciente de que no existe ninguna otra solución razonable para la situación en la que se encuentra este último;

e)      ha consultado, por lo menos, con un médico independiente que ha visto al paciente y que ha emitido su dictamen por escrito sobre el cumplimiento de los requisitos de cuidado a los que se refieren los apartados a) al d); y

f)         ha llevado a cabo la terminación de la vida o el auxilio al suicidio con el máximo cuidado y esmero profesional posibles.

Es de destacar que en estos casos el médico que trata al paciente está impedido de expedir el certificado de defunción y sí obligado a informar inmediatamente al forense municipal que el fallecimiento se ha producido como consecuencia de la aplicación de técnicas destinadas a la terminación de la vida a petición propia o al auxilio al suicidio, a quien enviará un informe motivado sobre el cumplimiento de los requisitos de cuidado a que se refiere el artículo 2° de la Ley respectiva [6].

Si el forense municipal cree que no puede proceder a expedir una certificación de defunción, inmediatamente: a) informará al fiscal a este respecto; b) avisará al funcionario del registro civil; y c) lo comunicará a la Comisión Regional de Comprobación a la que se refiere el artículo 3° [7]de la Ley de comprobación de la terminación de la vida a petición propia y de auxilio al suicidio, adjuntando el informe motivado presentado por el médico.

Si, por su parte, el fiscal, en los casos referidos en el artículo 7°, párrafo segundo, considera que no puede proceder a expedir una certificación de no objeción al entierro o a la incineración, se lo comunicará inmediatamente al forense municipal y a la Comisión Regional de comprobación a la que se refiere el artículo 3° de la Ley de comprobación de la terminación de la vida a petición propia y de auxilio al suicidio [8].

La Comisión Regional opera del siguiente modo [9]:

1.       Partiendo del informe referido en el artículo 7°, párrafo dos, de la Ley reguladora de los funerales, la comisión juzgará si el médico que ha realizado la terminación de la vida a petición del paciente o el auxilio al suicidio, ha actuado conforme a los requisitos de cuidado referidos en el artículo 2.

2.       La comisión podrá solicitar al médico que complemente su informe por escrito u oralmente, en el caso de que esta medida se considere necesaria para poder juzgar convenientemente la actuación del médico.

3.       La comisión podrá pedir información al médico forense, al asesor o a los asistentes pertinentes, en el caso de que ello sea necesario para poder juzgar adecuadamente la actuación del médico.

Producido su dictamen, la Comisión lo notificará al médico, a la Fiscalía General del Estado y al inspector regional para la asistencia sanitaria: a) en el caso de que, en opinión de la comisión, el médico no haya actuado conforme a los requisitos de cuidado referidos en el artículo 2; o b) en caso de que se produzca una situación como la recogida en el artículo 12, última frase de la Ley reguladora de los funerales. La comisión comunicará esta circunstancia al médico. La comisión estará obligada a facilitar al fiscal toda la información que solicite y que sea necesaria: 1º para poder juzgar la actuación del médico en un caso como el referido en el artículo 9, párrafo segundo; o 2º para una investigación criminal. Si se ha facilitado información al fiscal, la comisión se lo comunicará al médico [10].

La Ley de la Terminación de la Vida a Petición Propia y del Auxilio al Suicidio, según puede apreciarse, involucra en su operativa a médicos consultores, médicos forenses, comisiones de verificación y fiscales, llamados a juzgar la si conducta observada por el médico que ha colaborado con la terminación de la vida de su paciente a petición propia encuadra en su normativa a fin de quedar exonerado de las sanciones del Código Penal.

En el comentario a la ley, que hemos citado anteriormente [11] dice Granero:

“Despenalizar la eutanasia equivaldría a convertir a la Medicina en mera compasión falsificada. La obligación de respetar y de cuidar toda vida humana es una fuerza moral maravillosa e inspiradora. Con ella se desarrolla la teoría y la práctica de la atención paliativa, científica y humana, pero si los médicos trabajaran en un ambiente en el que se supieran impunes tanto si tratan como si matan a ciertos pacientes, se irían volviendo indiferentes hacia determinados tipos de enfermos”. Y agrega: “Si al paciente senil o al que sufre la enfermedad de Alzheimer se les aplica como primera opción la muerte digna, ¿quien puede sentirse motivado a estudiar las causas y mecanismos del envejecimiento cerebral o la constelación de factores que determinan la demencia? Si al paciente con cáncer avanzado se le ofrece la cooperación al suicidio como terapia válida de su enfermedad, ¿quien se va a interesar por los mecanismos de la metástasis? Los valores científicos de la Medicina sufrirían un empobrecimiento...”.

El primer comentario que me sugieren estos párrafos es que lo que allí se asevera no condice ni con la letra ni con el espíritu de la ley. Ésta en ningún momento faculta al médico a aplicar a un paciente senil o al que sufre la enfermedad de Alzheimer [12] como primera opción la muerte digna, ni le autoriza a ofrecer al paciente con cáncer la cooperación al suicidio. Es el paciente el único que puede expresar una petición en tal sentido, y su petición es la que desencadena el proceso requerido para el funcionamiento de la ley. Es el paciente quien inicia el tránsito por sus senderos, nunca el médico. En el marco de su normativa los supuestos que conjetura Granero son delictivos, tipifican las figuras descriptas por los artículos 293 y 294 del Código Penal holandés, y ‑por tanto- no gozan de ninguna tutela legal.

El segundo comentario es mi crítica –no ocultaré que ésta me surge apasionada- a la inaceptable, casi despiadada supremacía que confiere a los avances de la ciencia médica por sobre el dolor de las personas. ¿Es que un paciente en estado de padecimiento insoportable y sin esperanzas de mejora es un cobayo? ¿Dónde ha quedado “la obligación de respetar y de cuidar toda vida humana”? Esto sí que convierte a la medicina “en mera compasión falsificada”, en una lucha del médico por la vida del paciente no como acto de servicio para el ser humano que tiene a su cuidado sino para la propia satisfacción de vencer a la Parca.

La nota del profesor Granero concluye así:

...Y lo sufre también la humanidad entera, que ve confundida el verdadero valor de la muerte, dado que si se generalizara esta práctica, se convertiría en la solución final al misterio insondable de la muerte. La muerte ya no sería un destino personal, sino un simple gesto técnico rutinario, ejecutado pulcramente, técnicamente y basada en principios ajenos a la vida misma. Ante el eufemismo de la búsqueda de una muerte digna debe contraponerse la necesidad de una sociedad que ayude a implementar una vida digna, o sea apropiada a su fin, que implique un respeto de los derechos y garantías tanto individuales como sociales, dentro de los cuales está la debida tranquilidad de espíritu que toda persona debe tener cuando ve cercano su fin, en la búsqueda de la paz de su conciencia, y que le permita meditar, por lo menos, el conocido soneto de Francisco Luis Bernardez: ...”. Y transcribe el poema.

Bellas palabras y bellos conceptos ubicados en las antípodas del tema que tratamos. El misterio insondable de la muerte no ha de develarse porque una ley autorice al galeno a colaborar con el paciente en estado de padecimiento insoportable y sin esperanzas de mejora que quiera decidir la hora de su tránsito. El paciente en estado de padecimiento insoportable y sin esperanzas de mejora no está en condiciones de “meditar sonetos”, por bellos y profundos que ellos sean, con “la debida tranquilidad de espíritu que toda persona debe tener cuando ve cercano su fin, en la búsqueda de la paz de su conciencia”. Preguntar, si no, a quienes han tenido a su cuidado a un ser querido en estado de padecimiento insoportable y sin esperanzas de mejora.

Tampoco este nuevo orden legal impone al médico la obligación de satisfacer la petición de su paciente si como profesional de la medicina ello violenta sus convicciones. Pero, toda vez que ha jurado hacer "cuanto sepa y pueda para beneficio del enfermo” y esforzarse “por no hacerle daño o injusticia...", tendrá el deber moral de no priorizar sus propias convicciones y dar lugar a la intervención de otros colegas que puedan resolver el caso con respeto de la voluntad del paciente y de la normativa legal que tutela esa voluntad.

No cabe duda de que esta ley es perturbadora en grado sumo, porque nos pone en contacto con la muerte, más que con la del prójimo con la propia. Mueve instintos primigenios de supervivencia que afloran con el ropaje de valores morales, principios filosóficos, dogmas religiosos; legítimos y respetables –sin duda- pero que en este caso sirven a ocultar la dura realidad de una controversia que toca profundas raíces existenciales. De ahí que tanto interés suscite en opinar sobre ella, a legos y a letrados. Pero... ¿desde qué punto de vista, desde qué posición debe valorársela? No es fácil la respuesta.

Creo que los que operamos en el mundo jurídico deberíamos analizarla como juristas: ¿Se ha insertado la ley en el cuerpo normativo de que se trate con ajuste a los principios constitucionales del país en que ha de regir? ¿Fue dictada por el órgano facultado para hacerlo siguiendo los procedimientos que la legitiman? ¿Se han observado los principios de la técnica legislativa? Esto en cuanto a su validez formal. En cuanto a lo intrínseco: ¿Establece mecanismos que aseguren certidumbre sobre la voluntad del paciente? ¿Impide o posibilita que sea el médico quien a su arbitrio tome decisión sobre la vida del otro? ¿Qué sanciones prevé en caso de que la letra y el espíritu de la ley no sean observados?

Analizar la ley holandesa por otros derroteros nos aparta inexorablemente de sus destinatarios: el paciente en estado de padecimiento insoportable y sin esperanzas de mejora que decide poner fin a sus padeceres, y al médico que lo tiene a su cuidado. Ellos son los protagonistas. En este drama no tienen cabida nuestros principios, nuestros dogmas, nuestras convicciones.

Es el respeto a la vida del otro, a la dignidad del otro y a la libertad del otro lo que está en la base de esta polémica norma ¿Por qué podemos aceptar más fácilmente el acto por el que alguien dispone de la vida de otro –caso de la pena de muerte- que el acto por el que alguien dispone de la propia vida?

La nueva ley holandesa de la Terminación de la Vida a Petición Propia y del Auxilio al Suicidio ha venido a legislar lo que la jurisprudencia de ese país venía creando mediante fallos de ya larga data. No son los únicos tribunales que así han resuelto. El 6 de marzo de 1996 el Tribunal de Apelaciones del Noveno Circuito de San Francisco, California, rechazó una ley del Estado de Washington que prohibía el suicidio asistido llevado a cabo por médicos, convirtiéndose en el primer tribunal del país que otorgó a adultos mortalmente enfermos y mentalmente competentes, el derecho constitucional a pedir ayuda médica para poner fin a sus vidas. Decisorio que levantó en USA un vendaval similar al que ahora renueva la ley holandesa en todo el mundo occidental.

Este debate de alguna manera me recuerda el que provocó el tratamiento de la ley de divorcio argentina. En la Facultad de Derecho de la UBA los grupos antagónicos estaban liderados por eminentes civilistas, el doctor Sánchez de Bustamante, antidivorcista, y el doctor López Olaciregui, divorcista. El primero afirmaba que la sanción de la ley provocaría un estado de total irresponsabilidad en los contrayentes. El segundo respondía que en el día de la boda, la gente de bien –que es la mayoría- se casa para siempre: es la vida la que después impone otros rumbos.

Lo cierto es que, sancionada la ley de divorcio, nadie fue obligado a divorciarse. El católico que se encontró civilmente divorciado, no fue compelido a contraer nupcias que violentaran sus convicciones religiosas. La ley se hizo para conferir a las personas la libertad de elegir una vida que –a su juicio- fuese más digna, para posibilitarles la búsqueda del bienestar a que todo ser humano tiene derecho, para que cada cual pudiera elegir su camino respetando sus propias creencias pero respetando también las diferentes que otros tengan.

La ley de la Terminación de la Vida a Petición Propia y del Auxilio al Suicidio suscita un debate similar, más profundo aún porque enraiza en el milagro y el misterio de la vida y de la muerte. Pero no por ello ha de perderse de vista que la ley es un instrumento social y que, por ello, no puede analizarse fuera de su contexto propio. Las normas o ideas fundamentales que rigen el pensamiento y la conducta de una sociedad –y con más razón las personales de cada uno de sus individuos- no deben interferir a la hora de valorar la normativa producida por otra sociedad distinta si pretendemos que el derecho sea una ciencia.

MARÍA ELENA CASAÑAS
Mayo 2001.



[1] Diccionario de la Lengua Española, Real Academia Española, Edición Electrónica, versión 21.2.0.

[2] Artículos 293 y 294.

[3] Artículo 2.1.b. de la Ley de Terminación de la Vida.

[4] Granero, Horacio R., “La eutanasia o el aniquilamiento de la medicina”, newsletter de elDial.com del 18.04.2001. Aludo en particular a esta nota por haber sido publicada muy pocos días después de difundirse el texto de la ley holandesa, y porque su autor es un distinguido jurista cuyas opiniones y enseñanzas merecen ser escuchadas con atención.

[5] Artículode la Ley de Terminación de la Vida.

[6] Artículo 7°, párrafo 2,  de la Ley Reguladora de los Funerales.

[7] Es el que crea y reglamenta el funcionamiento de las Comisiones Regionales para la comprobación de las notificaciones.

[8] Artículo 12 de la Ley Reguladora de los Funerales.

[9] Artículo 8° de la Ley de Terminación de la Vida.

[10] Artículo 10°.

[11] Ver nota 4.

[12] Ya hemos visto que un paciente que ha perdido su discernimiento no estaría en condiciones de expresar una decisión válida respecto al momento de su propia muerte.

 

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