El 15 de abril de 1995 la familia Bongigli concurrió a un paseo por el puerto de Buenos Aires y resolvieron tomar algo frente al buque llamado “Mississipi River”, donde funcionaban un restaurant y una confitería; luego de estacionar descendieron los integrantes de la familia y fue entonces cuando el menor J. se aproximó al borde del muelle y cayó al agua debido a que no existía vallado de protección ni aviso alguno de peligro, por lo que su padre se arrojó al agua a fin de rescatarlo.
Luego acudieron al lugar los bomberos, una ambulancia y dos buzos quienes, luego de quince minutos rescataron al menor del fondo, logrando recomponerlo con maniobras de resucitación. Fue trasladado al Hospital Fernández, con respiración dificultosa y un paro cardíaco, del que se recuperó. Pero al ser trasladado al Hospital Garraham, entró en coma y luego de veinte días en terapia intensiva se recuperó, aunque sufrió daños neurológicos irreparables, tales como la imposibilidad de hablar, de trasladarse y, en definitiva, de valerse por sí mismo.
A su turno, los jueces de cámara Guillermo Antelo y Ricardo Recondo, se dedicaron en primer medida a averiguar si medió responsabilidad por parte de los padres del menor y del Estado Nacional. Advirtieron que no existe en la causa prueba alguna que acredite las circunstancias en que el menor cayó al agua, no hay documentos, ni testimonios sobre lo que sucedió durante el lapso inmediatamente anterior al suceso, en particular, sobre el tiempo que medió entre el descenso del menor del vehículo y la caída.
Por su parte varios testigos afirmaron haber visto, en momentos previos, a los menores siempre acompañados por sus padres con mucho cuidado, lo cual confirmaron otros testigos al ser indagados sobre la conducta normal de los progenitores con sus hijos, haciendo hincapié en que siempre han sido muy protectores de los mismos.
Además, dijeron los magistrados, ”si la autoridad pública suscitó la confianza de los demandantes para que transitaran por el lugar con fines de esparcimiento, nada puede reprochárseles a ellos si -como se ha visto- se comportaron de un modo afín con las circunstancias”.
Agregaron que ”fue el propio Estado Nacional -por medio de las agencias que tienen competencia funcional en materia de puertos y muelles- quien habilitó el lugar del hecho al público. Tanto el acta de reconocimiento como el informe de la subsecretaría de Puertos y Vías Navegables demuestran que, aunque la zona es operativa, era también de libre acceso para los particulares los sábados y domingos en la época del accidente”.
Con lo que afirmaron que ”las demandadas no tomaron las precauciones que exigían las circunstancias del caso para que el ámbito referido fuese seguro para las familias que lo frecuentaban, en especial, para los niños. No había carteles de advertencia, ni guardias, ni protección alguna que vedara el acceso a las aguas”. Asimismo, quedó probado que no había vallas al momento en que el menor cayó al agua pero sí después.
Por lo cual, entendieron que en lo concerniente a la conducta de la demandada, existía un patrón de comportamiento a observar que fue omitido y por consiguiente concluyeron que, ”se puede decir que las omisiones señaladas en el cumplimiento de los deberes que le son propios potenciaron el riesgo de la cosa, a punto tal, que derivaron no sólo en el hecho que motivó este juicio sino también en la muerte de otro menor casi seis meses después”.
Por otro lado, creyeron necesario recordar que, ”la falta de una norma escrita que le imponga al Estado la conducta concreta que debió observar, no es un obstáculo para responsabilizarlo. Es imposible enunciar por anticipado y circunstanciadamente todas y cada una de las acciones “debidas” o todas y cada una de las omisiones “indebidas” que sirvan de patrón a la conducta estatal. Por ello, se ha sostenido que los órganos del Estado están obligados a la realización de todos aquellos actos que contribuyan al cumplimiento cabal de sus funciones aunque no estén expresamente previstos en las normas que regulan sus competencias específicas”.
Por lo expuesto, juzgaron que nada hay de reprochable en las conductas observadas por los progenitores en ocasión del evento, por lo que resolvieron que debían ser absueltos de la culpa que el a quo les atribuyó; y que, en cambio, le incumbe a las demandadas la responsabilidad total por las consecuencias derivadas del hecho elevando el monto del resarcimiento a $1.800.000.