La actora manifestó que su mejor remuneración mensual ascendió a $1.773, de los que sólo una parte se hallaba registrada (aproximadamente $600) y la diferencia ($1.100) era abonada de modo extraoficial o “en negro”. Lo cual fue abalado por dos testigos, quienes también dieron cuenta de que la actora trabajaba normalmente en horas extras y también los sábados.
Los jueces de la alzada, tuvieron por acreditado que normalmente la actora trabajaba hasta luego de las 18 horas, que era su horario formal de salida, y consideraron, sobre la base de los dos testimonios, que ella trabajaba hasta las 20 horas de lunes a viernes, dos sábados por mes en el mismo horario (9 a 20).
En consecuencia, entendieron que la accionante trabajaba 10 horas y media diarias de lunes a viernes y la misma cantidad de horas durante dos sábados por mes, lo que implicaba siete horas y media extras semanales, si no trabajaba el sábado, y 18 horas extraordinarias, si laboraba el sábado, de las cuales 4 debían ser calculadas con 50% de recargo y las restantes con 100% de recargo.
Por otro lado, los magistrados explicaron que el artículo 3º del Decreto 2725/91, reglamentario del artículo 11 de la Ley 24.013 establece que “la intimación para que produzca los efectos previstos en este artículo, deberá efectuarse estando vigente la relación laboral”. Ante ello consideraron que, si bien la norma transcripta no es suficientemente explícita en cuanto a qué es lo que debe ocurrir durante la vigencia del vínculo (el envío del emplazamiento o su recepción por el destinatario), “se deduce de ella que la viabilidad de las indemnizaciones de los artículos 8, 9, 10 y 15 de la citada ley depende – entre otras cosas – de que la intimación exigida por el citado artículo 11 sea notificada a la empleadora (es decir que sea recibida por ésta o que llegue a su esfera de conocimiento) durante la vigencia del vínculo laboral”.
Ahora bien, como corresponde a la parte reclamante acreditar los presupuestos de hecho y de derecho que determinan la viabilidad del rubro pretendido, entendieron que la actora debía acreditar que la intimación que el 27 de noviembre de 2003 cursó a su empleadora en los términos de la Ley 24.013 llegó a conocimiento de la destinataria antes de la que ésta enviara a la trabajadora ese mismo día para comunicarle su despido a partir del 28/11/03 cosa que en el caso no fue probado y llevó a desestimar el agravio.
En cambio, admitieron la indemnización prevista en el último párrafo del artículo 80 LCT, pues la accionada omitió entregar oportunamente al actor el certificado de trabajo previsto en dicha norma (en realidad aún no cumplió esta obligación) a pesar de la intimación fehaciente cursada por el trabajador con tal propósito.
Por último, analizaron el agravio relativo a la pretendida aplicación en la especie de la presunción prevista en el artículo 9 de la Ley 25.013 en cuanto al carácter malicioso de la omisión de la empleadora de pagar a la actora la liquidación final por despido incausado.
Para ello entendieron necesario disidir previamente, si el recargo del artículo 2 de la Ley 25.323 se acumula al interés punitorio del artículo 275 LCT, basado en la presunción del artículo 9 de la Ley 25.013. Entonces esbozaron dos teorías, “una respuesta afirmativa podría basarse en que se trata de sanciones distintas (una se refiere a intereses, la otra al capital). Una respuesta negativa podría basarse en que la segunda ley ha modificado o derogado la parte correspondiente de la primera, porque después de todo se trata del mismo hecho desencadenante: la falta de pago en término de las indemnizaciones”.
Finalmente consideraron apropiado partir del segundo argumento, pero limitar parcialmente sus alcances. Así explicaron que las dos normas tienen por objeto generar un recargo en el pago a cargo del empleador cuando las indemnizaciones por despido no se hayan pagado en término. “La segunda no dice que su recargo se suma al anterior, por lo que, ante dos normas sucesivas que se dirigen a reprimir la misma conducta, es lícito interpretar que la segunda expresa un cambio de idea en el mítico legislador al que remite la dogmática tradicional. Primero decidió que la norma implicaba una presunción iuris tantum de actuación maliciosa, dando lugar a la aplicación del artículo 275. Luego – tal vez en consonancia con la tendencia regresiva a limitar los derechos laborales, o bien por haber advertido además que el 275 de la LCT se refiere a conductas procesales y no a incumplimientos anteriores al proceso – decidió convertir aquella sanción (sujeta a la variación de tasas) en un recargo tarifado de 50% sobre el capital, pero sujeto a una condición adicional (y por cierto nada irrazonable): que mediase intimación fehaciente del trabajador”.
Sin embargo, entendieron que “esto no quiere decir que la conducta del empleador no pueda ser maliciosa, sino tan sólo que no se aplica la presunción: si durante el proceso judicial el empleador incurriese en conducta maliciosa efectivamente comprobada (y no tan sólo presumida), habría que aplicarle el interés punitorio del 275 LCT sobre todo el capital, incluido en éste el recargo del artículo 2 de la Ley 25.323, así como cualquier otra prestación, con recargo o sin él, que hubiese quedado involucrada en la maniobra maliciosa”.
Por ello, y como no se invocaron conductas que, con independencia de la omisión de pago de las indemnizaciones por despido, pudieran ser calificadas de maliciosas o temerarias, entendieron que correspondía desestimar la pretensión de la actora relativa a la imposición de la sanción prevista en el artículo 275 LCT.
Con lo cual resolvieron modificar la sentencia de primera instancia y establecer el monto de condena en la suma de $18.659,34 más los intereses compensatorios establecidos en el fallo de grado.