20 de Diciembre de 2024
Edición 7117 ISSN 1667-8486
Próxima Actualización: 23/12/2024

La influencia del discurso mediático en la construcción del enemigo

 
Se ha dicho que, en líneas generales, la comunicación social es el proceso por el cual una idea, una imagen, son transmitidos desde un emisor a un receptor con el objeto de informarlo, pero también y fundamentalmente, influirlo o persuadirlo1. El lector, con base en su experiencia cotidiana, no tendrá problemas en advertir - con gran facilidad - que es objeto de constante y permanente bombardeo mediático, el que por su intensidad y duración, inhibe cualquier posibilidad de resistencia o rechazo. De allí que, la mayoría de los especialistas no han dudado en calificar a la sociedad de nuestro días como una sociedad mediática, en razón de la notable influencia que tienen los medios de comunicación – en especial, lo audiovisuales – en la vida cotidiana de los individuos.

Ciertamente, esta injerencia mediática se encuentra enderezada, entre otras cosas, a transferir significados y símbolos, plexos axiológicos, que en virtud de una dinámica muy singular – que más adelante intentaremos explicar-, terminan generalizándose como “dominantes” o “hegemónicos” en el entramado social.

Si bien es cierto que los medios han contribuido positivamente a la participación y contralor de la ciudadanía en los juicios orales, a la toma de conciencia de los daños ecológicos provocados por conductas ilícitas, a la visibilidad del obrar desplegado por altos funcionarios enrolados en la corrupción, a exponer las inhumanas condiciones de alojamiento carcelario, a permitir el examen público de todo acto de gobierno y a la formación de ideologías políticas, filosóficas y religiosas; no lo es menos que, como contrapartida, nutrida literatura viene denunciando los perniciosos efectos de dicha intromisión mediática, a saber: manipular la opinión pública, distorsionando y deformando la percepción colectiva de la realidad, sobretodo, en virtud de la forma en que los hechos son expuestos y seleccionados, las fuentes de información empleadas, y particularmente, el planteo simplista, de bandos opuestos - de “buenos” y “malos” - que en general ofrecen al público.

Es por esto último que, las agencias de comunicación social (televisión, radio, prensa escrita, etc.), en medida no desdeñable, han sabido proponer una realidad virtual que, como tal, no es real sino que es la mera apariencia de serlo, y que por efecto de imitación, el televidente o lector recibe y acepta como parte de su ya narcotizado aparato sensorial y ético. Por esa vía, ciertos modelos y pautas conductuales mediáticamente diseñados logran introyectarse al equipo ético del individuo receptor, y una vez allí, son reforzados en la interacción social, esto es, con cada respuesta favorable de la alteridad.

De allí en adelante, cualquier conducta ajustada al modelo introyectado no podrá menos que recibir una devolución positiva (aceptación social) en la interacción con el resto de los individuos, máxime cuando éstos también han sido atrapados por la misma dinámica. Con ello, ese patrón comportamental se normaliza y refuerza en el individuo, lo que equivale a decir que comienza a sedimentarse.

Por tal motivo – a efectos de comprender cabalmente lo que sigue - debemos conservar esta idea preeliminar que indica que los dispositivos de comunicación social son altamente eficaces en su función de agentes de manipulación, normalización y reforzamiento de ciertas creencias, convicciones y valoraciones sociales: aquéllos modelan, estimulan y fabrican ciertas estructuras éticas, y a través de ellas, condicionan ciertos programas de acción individuales.

A tal punto esto así que, no faltan autores que - con argumentos científicos - explican la importancia de la prensa como vehículo de socialización o desviación interactiva de los individuos, en la medida en que sus “mensajes” – en muchos casos - pueden inteligirse como condicionamientos criminales masivos2.
Sin embargo, se ha dicho que tales agentes refuerzan ciertos ordenamientos valorativos, puesto que a nadie escapa que, en las sociedades contemporáneas, esa función es cumplida por poderosas empresas comerciales que, guiadas por su afán de obtener ganancias, compiten entre sí, privilegiando aquélla información que suscite el escándalo social: solo así, aquéllas logran captar la publicidad que las financia y proporciona renta.

Estos “empresarios morales” – según la terminología del profesor Zaffaroni – son los encargados de decidir el contenido de los mensajes, señales, símbolos, instrucciones y opiniones que serán exhibidos como los únicos “socialmente aceptables”, es decir, como “realidad hegemónica”; y siempre, claro está, que mejor se ajusten a los intereses sectoriales de aquéllos. Así, se activa lo que Neumann denomina espiral del silencio en virtud de la cual “…la opinión dominante obliga a la conformidad de valores y comportamiento, en la medida en que amenaza con el aislamiento del individuo disconforme con ellos”3.

Es por ello que, atento a los altos costos que entraña el establecimiento de un mass media, tales grupos conservan la facultad exclusiva de orientar aquélla función ética-normativa hacia el fortalecimiento y reproducción de sus intereses económicos, políticos, y culturales.

De este modo, esas agencias alcanzan a atar a la gran masa de individuos a sus proyectos axiológicos e ideológicos sectarios, en grado tal que, los receptores acaban siendo prisionero de ellos, y por tanto, tampoco es posible conjurar o eludir el encierro cambiando de medio porque, en general, la gran mayoría de la prensa escrita y audiovisual es rehén del mismo conflicto generado por la necesidad de producir ganancias.

Ahora bien, buena parte de estas poderosas agencias de comunicación emitirán un discurso hacia afuera (público) en el que se resaltarán los fines manifiestos u “oficiales” más nobles del medio (vgr. proporcionar información objetiva y veraz a los ciudadanos), ocultando los que realmente persiguen (fines latentes): habilitar mayor violencia, recrudeciendo los miedos y reforzando las desconfianzas y prejuicios para así evitar coaliciones y la toma de conciencia necesaria para que la sociedad se dinamice verticalmente (ascenso social)4.

Por tales motivos, la comunicación a escala masiva - persiguiendo aquéllos fines subrepticios - privilegiará discursos fuertemente represivos, proyectando sobre sus receptores una cultura bélica, violenta y vindicativa, estructurada bajo la genérica consigna de “guerra a los delincuentes”. De allí que, conforme al doble objetivo de obtener el tan beatificado rating que financia, por un lado, y de preservar el orden social existente (statu quo), por el otro, se buscará impactar y escandalizar exhibiendo los ilícitos más violentos, a pequeños consumidores de tóxicos y a minúsculos infractores, reclamando por todos ellos – sin distingo alguno - mayor criminalización, especialmente, para todos aquéllos que mantengan formas de vida alternativas al proyecto cultural hegemónico.

Poco a poco, ese discurso bélico organizado bajo falsos presupuestos (muchos de los cuales suelen incluir prejuicios raciales, etarios, sexistas, xenóbos, etc.) invadirá parasitariamente los programas de televisión y radio, así como también las páginas de los diarios y revistas, influyendo negativamente en el imaginario social que lo asumirá como la “nueva y verdadera sensatez” sobre la cuestión criminal.En rigor, esta nueva madurez tiene desdeñables consecuencias:

a) incentivar los antagonismos entre los sectores subordinados de la sociedad.
b) obstaculizar la coalición o acuerdo al interior de esos sectores.
c) aumentar la distancia y la incomunicación entre las diversas clases sociales.
d) potenciar los miedos (espacios paranoicos), las desconfianzas y los prejuicios.
e) devaluar las actitudes y discursos de respeto por la vida y la dignidad humanas.
f) dificultar los intentos de encontrar caminos alternativos de solución de conflictos.
g) desacreditar los discursos reductores de violencia.
h) exhibir a los críticos del abuso del poder, como aliados a los delincuentes5.

Curiosamente – tal como enseña Zaffaroni - esta perspectiva bélica no es nueva, de hecho, en décadas pasadas, no muy lejanas, se difundió la doctrina de seguridad nacional que partía de la idea de una “guerra sucia”, contrapuesto a un imaginario modelo de “guerra limpia”, que estaría dado por la idealización de la Primera Guerra Mundial (1914-1918).

En aquél entonces se razonó que, toda vez que el enemigo no juega limpio, el estado no estaría obligado a respetar las leyes de la guerra, argumento con el cual la propaganda política legitimó la violencia estatal, las ejecuciones sin proceso y la tortura con serio menoscabo al plexo de garantías individuales.

No obstante, ese discurso no ha desaparecido; sino que ha quedado sedimentado bajo las nuevas coordenadas de seguridad ciudadana frente al delito.
Efectivamente, en los últimos años, gracias a una nueva y falsa emergencia - orquestada por la comunicación social sobre la base de un discutible aumento en los índices de delincuencia - el antiguo enemigo guerrillero ha desaparecido pero rápidamente reemplazado por el delincuente urbano.

Ahora bien, a esta altura de la exposición, creemos estar en condiciones de esbozar el mecanismo de construcción del “enemigo” a través del discurso mediático.

En efecto, tenemos dicho que los dispositivos de comunicación social, cuya propiedad pertenece a sectores socialmente poderosos, pronuncian un discurso público (o “hacia fuera”) de “seguridad” –como valor absoluto- que calificamos como fuertemente represivo, vindicativo y belicista y que, como tal, proyecta sobre sus receptores una estructura ética de iguales características. También se dijo que, esto último era impulsado por la necesidad de rating (ganancias) y de preservar el statu quo. Sin embargo, habrá que agregar que este discurso no tiene un desarrollo teórico coherente y que a pesar de su desorden lógico resulta, de todos modos, socialmente atractivo porque recurre a la difusión pública de mensajes de corte “emocional” bien desarticulados entre sí pero que – en razón de su simpleza - son asumidos con eficacia por sus receptores.

En consecuencia, a nuestro juicio, la construcción discursiva del “enemigo” por parte de la comunicación social puede dividirse estratégicamente en tres momentos:

a)A priori, las agencias, impulsando colectivamente una emergencia “virtual” que enerva una alarma social, establecen la consigna de “lucha contra la criminalidad” en la forma de “guerra de todos contra todo eventual delincuente” que, por apoyarse en una artificiosa emergencia, debe ser llevada a cabo con todo el peso (contundencia) y los recursos de los que dispone el sistema penal, entendido como ejercicio ilimitado de violencia estatal.

b)No obstante, desde la perspectiva del discurso mediático (discurso hegemónico), el segundo paso es definir a un “Otro” contra el cual dirigir la violencia social que ha sido exacerbada; empero - como bien enseñan ciertos autores - ese Otro no tiene una existencia real hasta que se lo convierte en un obstáculo para la realización del proyecto cultural al que pertenece la prensa, la televisión, etc.

Por tanto, “el primer paso es nombrar al Otro, es decir, definirlo, caracterizarlo axiológicamente, según el sistema de valores profesado, o por su ausencia. De este modo, al nombrarlo, el Otro se convierte en una entidad discursiva (tanto en la sociedad como en los medios de comunicación) y se aleja, casi, del ámbito de la humanidad”6.

Esta entidad discursiva (el Otro), sólo puede ser construida mediante un discurso bélico de “buenos” y “malos”. Y son las agencias de comunicación social las que mejor cumplen esta tarea acudiendo, por lo general, a formaciones estereotípicas (labelling)7 que - y a no dudarlo - se coloca en cabeza de aquéllos sostienen formas de vida alternativas por no adherir al proyecto cultural dominante que representan y defienden los medios.

Desde estas agencias, se comienza a tejer y diseñar una identidad particular en ciertos individuos, que luego será asumida socialmente sobre la base de mitos y estereotipos.

En efecto, todos los discursos de exterminio (asesinato o exclusión) que se han esbozado en torno a ciertas clases, razas o grupos a lo largo y ancho de la historia de la humanidad, valiéndose de la propaganda política, se han dedicado a clasificar a los individuos en una vasta taxonomía de “enemigos públicos” (vgr. el bárbaro, la brujería, el indio, el gaucho, el inmigrante, el pobre, el subversivo, el piquetero, etc.)8.

El sujeto así etiquetado se convierte en enemigo por partida doble: cualquier acto contrario a esos valores considerados esenciales, posiciona a su autor como adversario del ofendido, por un lado, y de los intereses dominantes, por el otro.

Con ello, todo individuo que sea visto como emblema de alternatividad es colocado en el lugar de la “otredad”, y con ello, se lo excluye mediante el expediente de convertirlo en una enemiga a ser temida.

b) Finalmente, tras haber definido discursivamente al Otro, la televisión, la radio y la prensa escrita se encargarán de proyectar ficciones criminológicas articuladas bajo la consigna bélica de “guerra política al Otro” (doctrina de seguridad ciudadana), pretendiendo y reclamando el uso de la violencia - legal e ilegal - hacia ese adversario de los valores hegemónicos, que ha sido previamente etiquetado por los dispositivos mediáticos.

Es en este contexto, donde suelen aparecer los reclamos populares del valor “justicia” entendido como mayor castigo y represión de ese Otro que, en razón de su condición de enemigo, debe ser neutralizado (eliminado) por representar una “amenaza social” para la vigencia de los valores colectivos9.

De esta forma, todos los dispositivos comunicacionales, creando y amplificando la alarma social de un adversario – cuya existencia es “discursiva” (no real) -, generan el apoyo social necesario e imprescindible para legitimar reformas legales tendientes a aumentar el poder represivo estatal (vgr. mayores figuras que criminalizan la pobreza, aumento en las penas de prisión, menor edad de inimputabilidad, etc.), la vindicta privada (vgr. escraches públicos, escuadrones de la muerte, defensa por mano propia), la violencia estatal ilegal (vgr. gatillo fácil, ejecuciones u otras sanciones sin juicio previo, etc.), y en general, la inflación del sistema penal.

Por ello, se ha dicho con gran acierto que el rumbo que ha tomado el derecho penal de hoy es apreciable desde un “derecho de guerra contra la enemistad”, caracterizado por el recalcitrante y absurdo incremento de conductas prohibidas y la mayor severidad de los castigos penales.

Esta nueva dirección bélica, que pretende abandonar los postulados liberales clásicos, ha llegado al absurdo de recibir un apoyo teórico legitimante a través de las ideas de Günther Jakobs, quien en 1985 denominó a esta legislación penal de lucha como derecho penal del enemigo. Según el profesor de la Universidad de Bonn, es menester escindir un derecho penal del ciudadano (Bügerstrafrecht) – respetuoso de las garantías liberales – de un derecho penal del enemigo (Feindstrafrecht), con el declarado objeto de que este último no se propague a todo el derecho penal.

Así, este autor diseñó un derecho penal aplicable al delincuente común, y otro, excepcional y bélico para afrontar al terrorismo, el crimen organizado, el tráfico ilegal de drogas o delitos sexuales, etc.
Pues bien, aunque el análisis del derecho penal del enemigo escapa al objeto del presente ensayo, es útil citarlo para subrayar el amplio alcance del discurso de los medios de comunicación, cuya amplitud logra acaparar y narcotizar al pensamiento criminológico moderno.
Las influencias en la reflexiones de Jakobs son harto evidentes, pues en su construcción todo aquél que represente una amenaza, también debe ser tratado como enemigo, lo que equivale a decir que sería correcto dejar de tratarlo como persona10.

Empero, aún cuando la sociedad actual – condicionada por el discurso de las poderosas agencias de comunicación - reconozca como necesaria hacer ese tipo de discriminaciones autoritarias, no parece posible legitimarlas con teorizaciones que vayan a contramano de principios constitucionales.
Algo similar ha sucedido con la doctrina de la Tolerancia Cero (Zero Tollerance) que parece haber irrumpido en la región latinoamericana como falsa novedad en materia de política criminal gracias a los think tanks neoconservadores del Manhatan Institute de Nueva York.

Aquéllos, pues, lograron montar una vastísima red de difusión pública en la forma de congresos, conferencias y publicaciones que comenzaron en los Estados Unidos y que tras atravesar el Atlántico, desembarcaron en Londres, y desde allí, se extendieron a lo largo de todo el continente europeo y finalmente a todos los países occidentales11.
Conviene recordar, sin embargo, que esta perspectiva de lucha contra la desviación habilitó a las fuerzas de seguridad neoyorquinas a perseguir agresivamente a la pequeña delincuencia, lanzando a extranjeros (jóvenes latinos, afroamericanos, etc.), alcohólicos, consumidores de tóxicos, mendigos y población sin techo (home less) a los barrios más desheredados, partiendo de la vulgar teoría de la “ventana rota” - esbozada por James Q. Wilson – que considera que combatiendo las pequeñas infracciones o desórdenes civiles es posible prevenir y revertir los grandes ilícitos (“quien roba un huevo, roba una vaca”).

Bajo estos sofísticos postulados – sin sustento empírico alguno -, el remedio contra la desviación criminal consistió en intensificar el hostigamiento policial de la ciudadanía, multiplicándose las comisarías, los arrestos ilegítimos y los centros de detención, como así también la población carcelaria y tribunalicia, los prejuicios de toda clase y en general los recursos estatales puestos al servicio de mayor violencia12 .

Lo interesante es que este discurso criminológico - propuesto al público por sus sostenedores como “gran descubrimiento”- en último análisis, cohonesta un trasfondo de orden político-económico: la retirada del Estado del espacio social.

Vale decir, se encubre la anulación el Estado Social (État-providence) y se lo sustituye por un paradojal y esquizofrénico Estado penal (État- pénitence) que, de un lado, se abstiene de intervenir mediante la ayuda social, y por el otro, so pretexto de una supuesta emergencia, irrumpe violentamente en la conflictividad social a fin de asegurar el control total de la población excluida.

A decir verdad, el presente ensayo no pretende agotar un tema tan complejo - lo que habilitaría una mayor y amplia reflexión - pero sí intentar explicar cómo se llega a las visiones criminológicas absolutizantes y unidimensionales – es decir, al pensamiento social generalizado sobre la desviación - y el papel que cumple el “adversario” mediático como elemento socialmente excluido que hace posible el aglutinamiento o cohesión social bajo ciertos intereses sectarios.

1- Iruzún, Víctor. Política criminal, derechos humanos y sistemas jurídicos en el siglo XXI Volumen de homenaje al prof. Dr. Pedro R. David. En Lexisnexis Argentina. Disponible en Internet: http www.lexisnexis.com.ar.
2- Tieghi, Osvaldo. Condicionamientos criminales masivos por medio de la prensa. LA LEY 1993-B,1148. Este autor parte de la tesis central de que los medios de comunicación han venido a sustituir –en gran parte – la transmisión de costumbres y hábitos que venía haciéndose de generación en generación, de padres a hijos (por las familias), y desde el nacimiento.
3- Noelle Neuman, citado en José C. Lozano Medios de información y poder político. Publicado en Ciencia política, nuevos contextos, nuevos desafíos. Noriega, México, 2001. pág 157.
4- Zaffaroni / Slokar / Alagia. Derecho Penal. Parte General, Ediar. Buenos Aires, pág 10.
5- Zaffaroni/Slokar/Alagia. Ob cit. Pág 19.
6- Repetto, D. y Bompadre, F. Tomar el obelisco. La barbarie piquetera vista a través del Facundo y el poder mediático. Revista de derecho penal, derecho procesal penal y criminología. Disponible en: www.derechopenalonline.com.
7- Para un detallado análisis de las teorías del etiquetamiento o de la reacción social, véase Baratta, Alessandro. Criminología Crítica del derecho penal. Editorial SXXI; y Pavarini, Mássimo. Control y dominación. Editorial SXXI. 1998.
8- “El dispositivo mediático a través de los canales América, 9, Telef., 13, 26, TN, Crónica TV, Política y Econoía; las radios Continental, Mitre, 10: los diarios Clarín, La Nación, Ámbito Financiero, Crónica; Infobae; principalmente en los meses de junio-julio de 2004, relanzaron como nunca antes las categorías de civilización-barbarie, a veces bajo sutilezas como “los buenos vecinos”, “nosotros, la gente”, “los normales”, por oposición “al otro”, es decir, bajo civilización barbarie la sociedad se escinde en dos polos: nosotros-ellos”. Ibid supra.
9- Debe recordarse que, como ya expusiéramos al comenzar este ensayo, esos valores e intereses pertenecen a los sectores dominantes pero que, en virtud de un proceso de construcción simbólica se crea la percepción social de que aquéllos son de todos (los receptores).
10- Véase: Günther, Jakobs. Derecho Penal del enemigo. Traducción de Canció Meliá. Ed. Hammurabi.
11- Por ejemplo en The Bell Curve: Intelligence and Class Structure in American Life, Charles Murray considera que las desigualdades raciales y de clases reflejan diferencias individuales de capacidad intelectual. Véase asimismo Losing Ground: American Social Policy 1950-1980, The Debate on Poverty and Human Nature, de Lawrence Mead, Cambridge, Willliam Eerdmans Publishing Co., 1996.págs. 215-216.
12- Más aún, la tolerancia cero asumió contornos totalitarios, invadiendo el ámbito familiar y escolar de la ciudadanía neoyorquina, donde el rigor punitivo se manifestó, por ejemplo, mediante la expulsión automática de alumnos generadores de trastornos, la suspensión de deportistas presuntos incitadores de violencia en los estadios, la sanción severa de los comportamientos descorteses de pasajeros de avión, el arresto generalizado de inmigrantes, etc. Por otra parte, la aplicación de estos dogmas penales han dado nefastos resultados como el asesinato en enero de 1999 de Amadou Diallo, un jóven inmigrante guineano, que fue alcanzado por los disparos de la “unidad de lucha contra delitos callejeros” de la policía metropolitana mientras procuraba a un presunto violador. Otro interesante caso es el del inmigrante haitiano Abner Louima. Para un análisis pormenorizado véase Las cárceles de la miseria: cómo llega a los europeos la “sensatez penal”.

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