Escapa a los fines del presente realizar un análisis meduloso de la naturaleza organizativa estatal, siendo objeto de los textos de ciencia política, pero resulta necesario hacer algunas consideraciones muy básicas sobre el tema, a fin de situar en su debido punto la cuestión de la obligación de administrar del mismo, y la consiguiente mora en incurre al omitir tal actuación.
Desde que Estado y Administración pública resultan ser dos conceptos concadenados, como que uno es parte principal del otro, el ejercicio de la función administrativa dependerá esencialmente de la concepción de Estado que se halle efectivamente vigente.
El maestro Rossetti (Introducción al estudio de la realidad estatal, pag. , 89), define al Estado como, “... la unidad organizada de decisión y acción, de base territorial y soberana que por medio de una ordenación normativa (el derecho) aspira la bien común”. La influencia de Heller es evidente. Esta, por su parte (Teoría del Estado, pag. 215) advierte como caracteres del Estado, “ la organización, la estructura de efectividad organizada en forma planeada para la unidad de decisión y acción”. La decisión corresponde al gobierno y la acción, a la administración. Desarrollaremos este particular infra (ver punto 4 ).
Como lo enuncia Rossetti en su definición, la razón de ser del Estado no reside en sí misma, sino que resulta ser externa al mismo y subordina toda su actuación. A su vez, la misma debe encarrilarse por la vía del derecho. Para lograr su fin debe emplear tal medio.
El bien común no es otro que la satisfacción de las necesidades dignificantes del ser humano, en primer lugar, y las que hagan a su mayor comodidad de vida, seguidamente. La razón de ser del Estado es la predisposición para satisfacer la necesidad del elemento humano población que resolvió instituirlo. Surge la misma de la necesidad, no de un hombre aislado, sino de una reunión deliberada de hombres. Y por tal origen, su única justificación reside en la atención de tales necesidades, comunes en principio, pero también individuales.
Así, por ejemplo, queda patentizado en el concepto de Jellinek (Teoría General del Estado, pag. 197) sobre el Estado en el sentido de ser la “asociación de un pueblo, poseedora de una personalidad jurídica soberana que de un modo sistemático y centralizador, valiéndose de medios exteriores, favorece los intereses solidarios individuales, nacionales y humanos en la dirección de una evolución progresiva común”.
Como puede verse, nos enrolamos entre los partidarios de la tesis del Estado-Medio, “servidor del bien común”, al decir de Sagües (Derecho Procesal Constitucional, Tomo 2, pag. 237). Por nuestra parte, preferimos la expresión “ garante del bien común”. Y arriesgaríamos: primer y principal obligado de las normas que él mismo dicta.
Como puede verse, el Estado surge de una organización, realizada por los hombres en función de sus necesidades sociales. Surge de una organización de hombres y actua en función de ella. La razón de ser del Estado reside en su aptitud para satisfacer las necesidades del elemento población que resolvió instituirlo. Surge de la necesidad, no del hombre aislado (si es que ello fuese posible). Y proceura atender esas necesidades, comunes en principio, pero también individuales cuando resultan las mismas estar asentadas en valores de importancia para el grupo social. Esa es su razón de ser. Cuanto mejor cubra las necesidades de las personas que alcanza, meyor será su nivel de legitimidad. Y a la inversa.
La necesidad de satisfacer en la mejor forma las necesidades del grupo social que lo integra, se logra mediante el “imperium”-poder- del Estado, que se hace efectivo en cualquiera de los órdenes donde se desenvuelve su actividad.
El Estado de Derecho, fruto del constitucionalismo liberal, bien puede resumirse en un principio básico de legalidad: la sumisión de todos a las leyes. Pero no a cualquier tipo de ellas, sino a las que reconocen y aseguran las libertades humanas; no se trat el mismo de un principio formal, sino material y valorativo. “ El principio de legalidad “a solas” no dice nada. Debe enmarcarse en una orientación filosófico-política... Sólo es Estado de Derecho el que lo es en sentido material e incluye el sistema de garantías y la finalidad personalista” ( Dromi, Derecho Administrativo, pag. 79).
2. La expresión como principio de ejercicio de la función administrativa
Toda forma política impone al poder un mínimo de actividad en relación con el orden social deseable. Esa actividad se traduce en funciones orientadas a dar satisfacción a los requerimientos y demandas sociales, organizando la cooperación social territorial, mediante la realización del derecho ( Garrone, Diccionario jurídico Abeledo Perrot, tomo 1, pag. 103).
El Estado tiene una función general de “organizar la cooperación territorial ”. Su función social, en los términos de Rosetti. De ella se desprenden otras más especializadas. Tales como la legislativa, la jurisdiccional, la gubernativa y la administrativa, que en su fas práctica resulta objeto de la presente obra.
No debemos caer en el erro de confundir las funciones estatal, con lo órganos encargados de actuarlas. Modernamente se ha afirmado que el poder del Estado es único, y los llamados “poderes” (v. gr. Ejecutivo, legislativo, judicial) son funciones del mismo. Es cierto lo primero, más nos encontramos en desacuerdo con la segunda parte. Pues cada “poder” (departamentos del estado) no lleva a cabo una única y exclusiva función, sino que en mayor o menor grado, participa de todas las del Estado. Sin perjuicio de encarar de manera principal alguna de ellas. Esto es así, ya que la actividad estatal, como que emana de un mismo poder y se dirige a un mismo fin (el de la satisfacción del bien común), se encuentra interrelacionada. De allí, para prevenir excesos, la garantía de la “división de poderes”. De allí, que en la práctica nos encontremos muchas veces frente a muchas discusiones y pareceres sobre donde se encuntra con precisión el límite interno de actuación de los distintos departamentos estatales (poderes).
Y en todos ellos, en lo que a nosotros respecta, a los fines del presente, se halla la función administrativa.
Podemos definirla a la función administrativa como, “la actividad permanente y práctico del Estado que tiende a la satisfacción inmediata de las necesidades del grupo social y de los individuos que lo integran” (Garrone, Diccionario Jurídico, tomo 1, pag. 104).
“El gobierno es una institución política, con facultades administrativas, que se sobrepone a la Administración pública. Esta última representa un conjunto de funciones y estructuras de carácter continuo e incesante que, sin embargo, se subordinan al gobierno por tener éste un carácter político, es decir, que es la expresión del poder en el Estado” (Julio César de la Vega, Diccionario Político Consultor Rojo, pag. 10).
La administración es por tanto, un órgano especializado en la actuación de la función administrativa, por lo que sus actos responden a fines inmediatos, los de gobierno tienen principalmente fines de mayores plazos, en consonancia con los deberes teleológicos que la carta constitucional les acuerda.
La expresión (por medio de actuaciones materiales o actos administrativos) resulta ser en la misma, el método por excelencia a través del que cumple con su función. Ello se desprende a contrario sensu de lo preceptuado en el art. 10 de la ley de procedimientos administrativos. Lo cual resulta lo adecuado frente al correlativo deber de la administración de pronunciarse frente a los planteos que los administrados, haciendo uso de su derecho constitucional de peticionar a las autoridades, le realizaren.
Por otra parte, no se entiende la razón por la que los plazos del trámite administrativo han sido instituidos como de carácter obligatorio para la administración (art. 1 inc. e apartado 1 de la ley de procedimientos administrativos), si no existiera el consecuente deber de la misma de producir en debido tiempo la expresión de su voluntad respecto de una determinada cuestión.
Asimismo, la conducta de la administración de escudarse como rutina en la ficción de la denegatoria por el silencio (que sólo opera a favor del administrado), supondría eludir la obligación legal de motivar los actos administrativos (Botassi, Procedimiento administrativo en la provincia de Buenos Aires, pag. 267).
2. Configuración de la situación morosa estatal
Estamos frente a un caso de mora administrativa cuando la autoridad pública ha dejado vencer los plazos establecidos normativamente, o en caso de inexistencia de éstos, dejara transcurrir un tiempo que excediera de lo razonable, sin emitir dictamen, resolución de mero trámite, o de fondo, acerca de la cuestión o cuestiones sobre las que el interesado le hubiera requerido una decisión.
Como ya hemos referido, el carácter obligatorio de los plazos del trámite administrativo, a más de obligar a la administración a expresar su voluntad, la torna incursa en mora al vencerse el plazo sin realizar tal acto, por aplicación de los principios del derecho común (art. 509 del Código Civil).
Es de destacar que en varios fallos, en último de los cuales resulta ser al presente "Cena Juan Manuel c. Prov de Santa Fe" (ED, Tº 186, pag. 851), nuestra Corte Suprema ha entendido que el derecho administrativo resulta una rama jurídica de carácter excepcional y exorbitante del derecho privado, y no una disciplina que se abastezca de principios y normas que son peculiares de derecho público (Silva Tamayo, ED Nº 10.210 del 8 de marzo de 2001, pag. 1 ; citando en su apoyo a Sayagues Laso y Casagne). Por lo que procede la aplicación de las regulaciones de la mora común, a los efectos de considerar el acaecimiento y las consecuencias de la de carácter administrativo.
La doctrina administrativa (Creo Bay, Amparo por mora, pag. 65; Barra, El amparo por mora, ED Tº 59, pag. 797; Hutchinson, Ley nacional de procedimientos administrativos, Tº 1, pag. 527 y sgte), es pacífica en el sentido que el solo incumplimiento de la obligación de decidir en plazo, hace incurrir en mora a la administración.
Si no hubiera plazo fijado, será cuando el tiempo exceda de lo razonable para dictar un pronunciamiento (Creo Bay, Amparo por mora, pag. 65 y sgtes), debiendo tenerse como pautas de máxima, los plazos del art. 10 de la ley de procedimientos. Habrá que estar entonces, a la naturaleza y circunstancias de la decisión (conf. art. 509 2º párrafo del Código Civil), para ponderar si existe o no mora en cada caso en particular.
3. Su remedio judicial: el amparo por mora
Hay por tanto, frente a la obligación de la administración de pronunciarse, un derecho de los particulares a “ ser administrados”, perseguible en este caso por la vía del amparo por mora.
Su fundamento constitucional resulta idéntico a la del amparo por mora nacional, si bien mantiene con el mismo diferencias procesales. Dromi (Derecho Administrativo, pag. 729), lo liga también con la garantía de la defensa en juicio y debido proceso (art. 18, Constitución Nacional), "... integrado por el derecho de peticionar, recurrir y accionar-en este caso-contra la inactividad o morosidad administrativa, que virtualmente opera como una denegación de justicia en sentido amplio".
Se da a favor de todo administrado afectado por el retardo de la Administración, contra todo acto omisivo de la misma, de fondo o trámite, a fin de obligarla a un pronunciamiento expreso respecto de lo requerido.
El instituto del amparo por mora, resulta por tanto una acción de amparo específica susceptible de generar un proceso judicial especial, con la nota distintiva de la simplicidad y celeridad en su tramitación, que acredita la mora, obliga a la administración a pronunciarse dentro de un plazo especial, fijado al efecto.
Es por tanto, una garantía de pronto despacho a favor de los administrados que se ven afectados por la mora, que procura en el modo antes expuesto, asegurar una respuesta ágil por parte de la administración, a la petición de los particulares, titulares de derechos subjetivos o intereses legítimos dentro de un trámite procedimiental.
No está orientado a obtener una decisión de fondo de la autoridad judicial, sustituyendo a la administrativa, sino a constatar sumariamente una situación anómala, y disponer debida conclusión a la misma: obligar a la administración pública a resolver dentro del plazo prudencial que se entienda corresponder.
El amparo por mora, a los fines de su procedencia, presupone una situación objetiva de demora en cumplir un deber concreto en un plazo determinado y que quien lo intente se encuentre legitimado por ante la administración aún cuando el interesado haya instado y obtenido el acto denegatorio presunto, lo mismo le asiste el derecho a acudir al amparo por mora, desde que resultan plenamente aplicable los principios enunciados: obligación de la administración es resolver expresamente y silencio administrativo sólo en favor del administrado.
5. Prospectiva del amparo por mora
El instituto del amparo por mora supone un loable esfuerzo para asegurar a los administrados, la resolución expresa de las cuestiones que presenten a la administración. Pero no nos convence del mismo, su ubicación en la ley procedimientos administrativos, cuando tratase de un proceso judicial, que ameritaría una legislación separada.
También preferiríamos un mayor detalle del instituto, sobre todo en cuanto a dotar al juzgador de las necesarias herramientas para asegurar que la administración no persista en su omisión morosa. Tales como la imposición de astreintes, o tomar la persistencia en el silencio como aquiescencia de lo solicitado por el administrado, etc.
Pero su eventual modernización, no resuelve de por sí el problema de la mora estatal, situación que hunde sus raíces en consideraciones más profundas y que no pueden ser superadas mediante el sólo establecimiento de nuevas normas, sino que imponen cambios culturales de magnitud.
Los nuevos alcances de los cometidos estatales y de la organización del Estado, unidos al fenómeno de la aceleración de la existencia diaria, dan como obligada consecuencia la necesidad de una mayor y más rápida exteriorización de la voluntad administrativa.
Ello lleva implícito la necesidad de repensar pensar la relación administración-administrado en términos de diálogo y colaboración. Y de parte de la administración, de adoptar, más allá de la normativa declamatoria, una cultura de la actuación administrativa que se asiente en los pilares de la sencillez, eficacia y transparencia.
Debe expresarse la administración, con un nuevo lenguaje jurídico, sencillo y unívoco, asequible y conciso, que enlace fondo y forma, como medio para dinamizar la justicia y posibilitar la realización de la libertad y de la autoridad (Dromi, Derecho Administrativo, pag. 41).
No es otro el camino a fin de simplificar las burocráticas tramitaciones a que estamos acostumbrados, y lograr decisiones administrativas no sólo en forma, sino también en tiempo.
Eso, a fin de no tener que terminar coincidiendo una vez más con Botassi, respecto de la cadencia expresiva de la administración, no sin cierta pesadumbre “Sin embargo, por razones estructurales cuya etiología deberá desentrañar la ciencia de la administración, la lentitud del trámite es la regla y los plazos jamás se cumplen” (op. cit., pag 264).