04 de Noviembre de 2024
Edición 7084 ISSN 1667-8486
Próxima Actualización: 05/11/2024

La designación de jueces y el ?caso Alfonsín?

Continuando con la polémica que desató el ya celebre caso “del papelito” del senador Alfonsín, el Dr. Gustavo Carranza Latrubesse, ex juez en lo civil y comercial y especialista en Derecho de Daños plantea que el acto del Senado destinado a prestar acuerdo para la designación de jueces debe estar sometido al control jurisdiccional, en tanto pueda afectar derechos fundamentales.

 
Interesa al propósito de nuestras reflexiones determinar la naturaleza de los actos en virtud de los cuales el Senado de la Nación presta acuerdo al pedido de designación de jueces formulado por el Poder Ejecutivo Nacional. Seguidamente, postular que tales actos, en tanto afecten derechos fundamentales consagrados en la Constitución y en los tratados de igual jerarquía, estarán sometidos al control jurisdiccional.

Entendemos que hay consenso en la doctrina en sostener que los actos parlamentarios son una especie de los actos jurídicos, dentro de la Teoría general del Derecho. El art. 944 del Código Civil los define como “actos voluntarios lícitos” cuyo fin inmediato es establecer relaciones jurídicas, crear, modificar, transferir, conservar o aniquilar derechos; conforme a la opinión de Freitas, la teoría del acto jurídico irradia su naturaleza a todas las ramas del derecho pues se extiende no sólo a los contratos y a los testamentos, sino a todas las relaciones jurídicas, de modo que aún el derecho procesal con su particular modo de concebir los actos del proceso está impregnado de su esencia (nota de Freitas al art. 437 de su “Esboço”). Esa influencia no escapa a los actos parlamentarios. No obstante, cabe precisar acerca de su naturaleza porque su especificidad excede lo puramente voluntario y lícito que caracteriza la decisión –común- de reglar relaciones entre las personas para crear, modificar o extinguir derechos y obligaciones.

Entre las muchas clasificaciones que pueden efectuarse del acto parlamentario, en lo que aquí nos interesa poner de relevancia y siguiendo a Elviro Aranda Álvarez, distinguimos los actos de “dirección política y producción legislativa”, los actos de “gobierno y organización de los trabajos parlamentarios”, los actos “disciplinarios” y los actos “materialmente administrativos” (conf. “Los actos parlamentarios no normativos y su control jurisdiccional”, Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, Madrid, 1998, pág. 196). En el limitado marco de este análisis, nos ocuparemos brevemente de los primeros en tanto implican la ejecución de los fines institucionales del parlamento; en palabras del autor que seguimos, son “funciones propias del Parlamento como órgano del Estado, que se declaran mediante la manifestación de voluntad del órgano colegiado de producción política”. Como todo procedimiento parlamentario, su ejecución se rige por dos principios esenciales: el de las mayorías y el de negociación, entendiendo por este –en palabras de G. Peces-Barba Martínez- “un principio medial, de comunicación, de transacción, de aceptación por consenso, de acercamiento de posiciones, que sirve para la aprobación de las normas y de las demás decisiones que el número más amplio posible de grupos parlamentarios y de diputados y senadores se expresa en los actos de gobierno y organización de los trabajos parlamentarios” (“La democracia en España. Experiencias y reflexiones”, cit. por nuestro autor). Lo que no excusa, como bien destaca el autor de la cita, “una situación de plena visibilidad o transparencia de la acción parlamentaria” (pág. 157, nota 3). Y en modo alguno implica, tampoco, “discrecionalidad”. De este modo, los actos no legislativos que son propios de la labor parlamentaria, como el acuerdo que debe prestar el Senado para la designación de los jueces, aunque se traten de actos políticos, institucionales –llamados también fundacionales en cuanto implican poner en ejercicio a uno de los poderes del Estado-, son esencialmente reglados; provienen directamente de la Constitución y se sujetan a un procedimiento establecido en normas derivadas (por caso, los arts. 79, CN y 23 y 70 del Reglamento de la Cámara de Senadores de la Nación). En tal sentido, hacemos nuestro el dictamen del Consejo de Estado español conforme al cual “el carácter discrecional no solo no excusa sino que demanda con acentuado vigor una motivación expresa en la que se contenga la suficiente y esmerada justificación de los criterios seguidos, a fin de hacer explícita la coherencia entre la decisión tomada y su fundamento legitimador” (cit. por el autor que seguimos, pág. 121, nota 63).

De allí se sigue, pues, que no es fisgoneando en los papeles privados de los senadores cómo ha de controlarse si sus decisiones políticas, aún en aquellas con marcado acento potestativo, se ajustan a las previsiones constitucionales y legales (nuestro artículo “La publicidad de un documento (“papel”) privado”, Diario Judicial del 21.5.02). El sano control de la prensa sobre los negocios públicos y su indiscutible necesidad (CS, Fallos 248:291; 311:2553), la vigorosa discusión de las ideas, no se traduce en el propósito de asegurar su impunidad (CS, Fallos: 119:231; 155:57; 167:121; 269:189; 310:508; 315:632) ni puede llevarse a cabo traspasando con poderosos teleobjetivos las veladas cortinas de la intimidad, sino investigando con vigor y valentía las conductas, publicitando las ideas que las sustentan y desentrañando de los actos el sentido y razón que les dan fundamento. El valor indiscutible de la prensa como necesario sustento de la sociedad democrática, no puede justificar aquellos excesos; el Derecho no lo tolera, aún con apego a las “responsabilidades ulteriores” (art. 13,2,a, Convención ADH; Corte IDH, “Olmedo Bustos y otros c. Chile”, 5.2.01, p. 64 a 66; Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, art. 19, incs. 1º, 2º y 3º).

La facultad institucional de la que nos estamos ocupando se trata de actividad de contenido político cuya regulación esencial ha sido prevista de modo expreso en el texto constitucional. El art. 99, inc. 4, segunda parte, CN, atribuye al presidente de la Nación el nombramiento de los jueces federales “con acuerdo del Senado”; el que habrá de prestarse “en sesión pública, en la que se tendrá en cuenta la idoneidad de los candidatos” (sic). Idoneidad que, bien entendida la norma, habrá de ser tenida en cuenta en el Consejo de la Magistratura, en la Presidencia de la Nación y en el propio Senado. Este análisis sobre la “idoneidad” ha de hacerse, previamente, en la Comisión de Acuerdos; su decisión es avalada –o no- por el Cuerpo requiriéndose solo mayoría absoluta (art. 79, CN), desde que desaparece la exigencia de “los dos tercios” necesarios para el acuerdo a los jueces de la Corte (inc. 4, primer párrafo).

La competencia de la Comisión encuentra también sustento en la letra constitucional. Además de la norma general del art. 75, inc. 32, CN, que declara la facultad del Congreso de “hacer todas las leyes y reglamentos para poner en ejercicio los poderes antecedentes”, el art. 66 establece que cada Cámara hará su reglamento; y el art. 79, autoriza a cada Cámara a delegar en sus comisiones sus facultades legislativas y retomarlas (en concordancia con el art. 75.2 de la Constitución Española de 1978). Se dice de esta facultad, que obedece al principio de división del trabajo, que es la “forma más expresiva de conjugar representatividad con eficiencia” (autor y obra cit., pág. 197 y su nota en que anoticia del origen de esta delegación, incorporada al texto de nuestra Carta por la reforma de 1994). Pero quede claro, como sienta nuestro autor, que “tanto los actos resultado de la aplicación de una norma constitucional como los de una resolución interna de la Cámara, son actos reglados en algunos de sus elementos: lo son en el órgano al que se atribuye la potestad para dictarlo, y también lo son, en el procedimiento para su manifestación” (op. cit., pág. 133). Y ninguno de ellos queda excluido del contralor jurisdiccional en la medida en que vulneren los derechos fundamentales (conf., op. cit., pág. 121). Es que el principio de legalidad debe presidir todos los actos del poder político; en esto, la CE 78 es más contundente y clara que la nuestra, como lo muestran los arts. 9 y 103 (art. 9. “1. Los ciudadanos y los poderes públicos están sometidos a la Constitución y al resto del ordenamiento jurídico. 3. La Constitución garantiza el principio de legalidad, la jerarquía normativa...”; el art. 31, CN, establece el orden jerárquico normativo, que debe correlacionarse con el art. 75, inc. 22 con referencia a los tratados que allí indica; la nueva Constitución del Chubut, dice con elocuencia: “El derecho es el fundamento del Estado y éste se autolimita frente a los derechos naturales del individuo y de las sociedades no estaduales, anteriores al Estado mismo y que corresponden al hombre por su propia condición humana”, art. 9, segundo párrafo). Bien es cierto, como señala Ignacio de Otto, la supremacía de la Constitución, en el caso, la española, es posible en tanto la propia norma del art. 9.1. debe ubicarse por encima del ordenamiento positivo, no formando parte “lógicamente” de la Carta, “sino que es norma superior a ella en cuanto determina su posición en el ordenamiento, atribuyéndole la supremacía y cerrando así por arriba la estructura del ordenamiento jurídico español” (“Derecho constitucional. Sistema de fuentes”, Ariel, Barcelona, 7ª reimpresión, 1999, pág. 26; no se le escapa que, como en alguna medida y por decisión de nuestros constituyentes de 1994, el orden supranacional disminuye esa supremacía).

Por cierto que el sometimiento al Derecho y a los procedimientos, derivados ambos del texto constitucional, condiciona la actuación de los órganos parlamentarios; toda infracción a la norma y al procedimiento, en tanto conculque derechos fundamentales queda sometida al control judicial de constitucionalidad. Como predicaba Kelsen, “todo acto de creación jurídica tiene que hallarse determinado por el orden jurídico” (“Teoría General del Derecho y del Estado”, cit. por nuestro autor). Nos ha llevado mucho tiempo y dolor lograr que las decisiones “políticas” de remoción de los jueces –en nuestro caso, por gobierno de facto- quedaran sometidos al contralor jurisdiccional, en contra de la doctrina sustentada por la Corte federal (v. Informe Nº 30/97, del 30 de septiembre de 1997, en causa Nº 10.087 Argentina, Comisión IDH). Y lleve lo que nos lleve, seguiremos empeñados en postular que los actos políticos –institucionales- que la Constitución confiere al Senado para el acuerdo en la designación de los jueces, debe estar sometido al control judicial en tanto violen los derechos fundamentales y las garantías establecidas en su resguardo; a su turno daremos a publicidad los planteos pertinentes (ver, en esa dirección, la sentencia dictada por CNCont. Adm. Fed., sala IV, 27.3.02, “Mattera, María del Rosario c. Consejo de la Magistratura Nacional s. Amparo”, en diario ED del 29 de abril de 2002, pág. 7).

En nuestro medio, ese control constitucional -que también puede y debe realizar el mismo órgano cuya actuación origina la conculcación-, queda habilitado a los jueces y, en última instancia, a la Corte federal, por la vía del recurso de amparo (art. 43, CN; ley 16.986 y sus similares locales, aplicables en sus respectivos ámbitos); sea que aquella se produzca como vicio del “procedimiento” o en el contenido material del acto. La conclusión puede ser distinta en derecho español, donde el recurso de inconstitucionalidad es el cauce adecuado para subsanar el vicio en el procedimiento y donde el amparo es cometido específico del Tribunal Constitucional (arts. 1.1 y 42, Ley Orgánica del Tribunal Constitucional; nuestro sistema de “control difuso” permite el juicio sobre la adecuación constitucional a todos los jueces, de todas las instancias).

Hemos leído con atención las razones del Dr. Carlos Parma (“Papeles... tan solo papeles. A propósito del “caso Alfonsín”, Diario Judicial del 22.5.02) al afirmar que no hay violación alguna en la publicación (“publicare”, verbo contenido en la norma penal) de una correspondencia (aunque le niegue ese carácter) por aquel a quien no está dirigida, en tanto la intimidad dice, con fundamento mas poético-literario que jurídico, esconda sus secretos en la profundidad de las raíces (hay también depredadores que medran en la oscuridad y en lo profundo). En la sentencia dictada en autos “Menem, Carlos Saúl c/ Editorial Perfil S.A. y otros s/ daños y perjuicios - sumario”, del 25 de septiembre de 2001, luego de poner a resguardo hechos de la vida íntima, veraces o no, de hombres públicos (TC Español, Sala Segunda, sentencia 191/91, publicada en el Boletín Oficial del Estado nº 274, del 15 de noviembre de 1991), y de sostener que el especial reconocimiento constitucional de que goza el derecho de buscar, dar, recibir, y difundir información e ideas de toda índole, no elimina la responsabilidad ante la justicia por los delitos y daños cometidos en su ejercicio (considerando 7 y cita de Fallos 308:789; 310:508), nuestra Corte federal expresa, con cita del Consejo de Estado francés, que esa reserva de su tranquilidad y secreto lo es “en tanto ese aspecto privado no tenga vinculación con el manejo de la cosa pública o medie un interés superior en defensa de la sociedad” (considerando 13). Ello nos coloca en la necesidad de discernir si la indudable condición de “correspondencia” (art. 11, aps. 2 y 3, Pacto de San José de Costa Rica; Oderigo, “Código Penal Anotado”, Depalma, Buenos Aires, 1965, nota 687, pág. 210 y sus citas) del papel fotografiado en poder de un senador y su indiscutible “publicación” (op. cit. nota 690, pág. 211) “justifica” la intromisión de la prensa en los papeles privados de los legisladores en ejercicio de su función. Sin duda, la vinculación del episodio con el “manejo de la cosa pública” es evidente y tal vez lo sea el “interés superior” de la defensa social, cometido esencial de la prensa en tanto motora de una sociedad democrática. No nos parece, en cambio, argumento finalista suficiente para “justificar” la comisión del ilícito que no se define, ciertamente, por la finalidad perseguida por el autor; de ser así, hoy será la fotografía, las escuchas telefónicas; mañana, como en Israel, la legalidad de la tortura, pues “los números cuentan”; ya en EE.UU. el hecho del 11 de septiembre preocupa a los ciudadanos por la extensión de los poderes de investigación que se ha conferido a sus oficinas de prevención e investigación. No nos parece que sea ese el camino. La tolerancia a pequeños desbordes se va ampliando y no siempre será fácil establecer los límites si se prescinde del Derecho; los límites de la libertad están en la Constitución y en la ley, en tanto esta se adecue a ella. Todo lo demás puede aparecer circunstancial y oportunista. Más allá del disgusto que nos cause la actuación personal de uno o de muchos, las pautas de juzgamiento de los hombres de Derecho no son sus vísceras, por nobles que fueren sus sentimientos, sino la Ley.

En conclusión, aunque se entendiera y aceptara que es decisión “política” aquella que no está determinada por el ordenamiento jurídico, no obstante la facultad que la Constitución acuerda al Senado para conformar la designación de los jueces es institucional, fundacional y eminentemente reglada: No sólo en orden a su procedimiento sino y necesariamente, a su contenido material: en modo alguno esa decisión puede afectar derechos fundamentales que la propia Carta asegura a todos los habitantes. De tal modo la Política es subsidiaria del Derecho; la oportunidad y la conveniencia, que se desenvuelven en el consenso y en la transacción, se nutren de la esencia de lo Justo que la predetermina, la orienta y, en definitiva, la ennoblece. La Política es, así, un modo constitucionalizado para la realización del Derecho.



dr. gustavo carranza latrubesse / dju
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