El agravio central del ejecutante devenido apelante radicó en que, según su entender y contrariamente a lo sostenido por el a quo, “la ponderación del principio de distribución del esfuerzo compartido que hiciera valer en primera instancia no involucra que el pretensor deba también tachar de inconstitucionalidad la ley 25561 y el decreto 214/03”.
Para los camaristas, “le asiste razón a la quejosa”, porque la “pesificación” decretada por el plexo de la susodicha normativa legal “deja a salvo la posibilidad de que el acreedor intente la recomposición equitativa de su acreencia, lo que puede llegar a determinar una paridad distinta y superior de la consistente en un dólar estadounidense igual a un peso”.
Cuando el caso llegó al tribunal de alzada los camaristas explicaron, al analizar la jurisprudencia del caso, que “la distribución del esfuerzo compartido está incluida en el régimen consagrado por la Ley 25561 y el decreto 214/02”.
Sobre este punto, comentaron que la doctrina del esfuerzo compartido apunta a evitar que, en equidad, “el acreedor cobre menos de lo que se le debe y a que el deudor deba pagar más de lo que debe”
Para los jueces, entonces, se procura “repartir las consecuencias de la desgracia común provocada por el cambio brusco, registrado a partir del 6 de enero de 2002, en el régimen cambiario nacional (“La conversión a pesos de las obligaciones nominadas en dólares”por Eduardo Ratti, en boletín de La Ley del 8 de noviembre de 2002)”. Por añadidura, manifestaron, “resulta insoslayable destacar que el mantenimiento de la paridad cambiaria a razón de un dólar estadounidense un peso resultante de lo resuelto por el “a quo” acarrearía la no querida consecuencia por el legislador de trasladar la totalidad de la precitada “desgracia común” a la cabeza del acreedor”.
En ese sentido, el tribunal apuntó que habida cuenta de ejecutarse en el caso un mutuo hipotecario con reintegro pactado en dólares estadounidenses “corresponde dividir por mitades la suerte de desgracia común”.
Entonces los jueces, apuntaron que “deberá partirse de una distribución igualitaria de las consecuencias nefastas de la pérdida del poder adquisitivo del signo monetario nacional en relación de la moneda extranjera de que se trate”.