El caso es interesante porque plantea una situación de gran interés popular, ello debido a que las conductas vinculadas al fútbol son por naturaleza polémicas y en este caso en particular, permiten un análisis valorativo, tanto desde la ética como desde las normas del régimen sancionador formal del juego (Reglamento de transgresiones y penas).
Evidentemente, ambas clases de juicios no tienen por qué arribar a conclusiones idénticas. Muchas veces ocurrirá que conductas inmorales, desde algún punto de vista, no son sancionadas, entre otros fundamentos, por falta de lesividad individual o social.
El reglamento de transgresiones y sanciones de un determinado juego pretende establecer prohibiciones y mandatos dirigidos a evitar conductas que entorpezcan o impidan el normal desarrollo del juego en cuestión, incluyendo la actividad de los jugadores del equipo rival.
Estas reglas no repararán específicamente en conductas de abuso o connotación sexual. Ello lógicamente, porque a nadie que redacte un reglamento de sanciones, en un juego cuyo objetivo final es introducir la pelota en un arco, va a pensar que es posible que en pos de ese objetivo un jugador le realice un tocamiento con significación sexual a un jugador del equipo contrario.
Tampoco debería sonar extraño que la sanción a Santa Cruz se deba a una conducta posterior, que pudiera ser definida como juego brusco. Quizás la conducta de tocar a Riquelme no sea de aquellas relevantes para el reglamento y sí lo fuera como afectación del honor o la libertad sexual del jugador, posiblemente perteneciente al campo del derecho penal aun cuando irrelevante para dicho reglamento.
También cabe preguntarse si una conducta de tocamiento como la ocurrida no entorpece el desempeño del jugador víctima en el momento de la jugada, e incluso en el resto del partido, y con ello afecta la esencia de la reglamentación, pues el juego se vio “arbitrariamente” trastocado. Para determinar este extremo, en cuanto al desarrollo total del partido, debería hacerse un juicio causal sobre una hipotética configuración del desempeño de Riquelme sin el trocamiento; lo cual no es posible, se trataría de un contrafáctico (de algo que no ocurrió no se puede predecirse como hubiera sido). Sin embargo, no debe perderse de vista que el tribunal actúa ex–post y cualquiera sea la relevancia de la sanción ella no jugará un papel en el juego que ya se ha agotado en el tiempo.
En cuanto a la justificación de la reacción de Riquelme como legítima defensa, para que ello sea posible debe existir una agresión ilegítima que quien se defiende, repele. Pero, debemos preguntarnos si el reglamento prohibe la conducta del otro jugador y si no lo hace la ilegitimidad de la agresión deberá buscarse en otro campo normativo y la legítima defensa será la que sea relevante para ese campo específico. Así puede ocurrir que el honor del jugador como valor personal o social no esté reconocido por las normas del reglamento y consecuentemente una agresión que lo afecte no sea relevante para habilitar la defensa.
La falta de sanción formal no significa que debamos perdonar, como dijo el poeta Paul Valéry “ver una cosa verdaderamente es olvidar su nombre”.
La sensación de insatisfacción que presenta la solución del caso por el tribunal de disciplina, que parece igualar dos conductas con un mensaje moral tan divergente, requiere de una racionalización más profunda para evitar caer en la crítica superficial, confundiendo nuestros juicios morales con los que corresponden a distintos campos normativos, sea el reglamentario-sancionador del fútbol o el propio derecho penal.