I.- Introito
Tan pronto como uno se ponga a estudiar la función de las Cámaras de Apelaciones y Garantías en la Provincia de Buenos Aires, tan pronto se convence uno de su perfecta inutilidad. Nacidas al amparo de un sistema escritural e inquisitivo, han sido paradójicamente traspoladas a una legislación que le es completamente ajena. Y lo paradójico no es solamente que las Cámaras no deberían cumplir ninguna función en un sistema como el que ha pretendido instalar nuestra noble ley 11.922 sino que lo singular del problema consiste en que, cuantas más funciones se le asignen a un organismo semejante, más lejos estaremos de alcanzar el modelo acusatorio al que aparentemente ha querido aspirar el legislador, y que además resulta el único aceptable desde el prisma del derecho constitucional.
II.- Planteo del problema
El inicio del estudio de nuestras instituciones acudiendo a los denominados sistemas procesales (inquisitivo, acusatorio y mixto) es ya un lugar común en todas las elaboraciones doctrinarias. Rossi ha escrito páginas brillantes con relación al punto, en las que nos recuerda que el puntapié inicial en nuestro país, sea tal vez el dado por las imperecederas páginas del maestro Vélez Mariconde. Enseñaba este que en ninguna materia como en la nuestra, podía advertirse mejor la íntima relación que existe entre el derecho por una parte y la política por la otra. Una cosmovisión política del hombre y del estado, arrojan como resultado un modelo de derecho y su consecuente realización. Pero en donde esto se plasma de manera categórica, es en el sistema penal. Así una concepción autoritaria del estado daba de bruces contra todas las garantías ciudadanas, cosificaba al imputado (para usar un giro muy caro a Calamandrei) y concluía en una parodia de proceso en donde el juez era nada menos que una de las partes. La evolución histórica del derecho procesal nos mostraba a su vez, cuales eran las características básicas de un sistema inquisitivo. En lo que nos interesa, cuatro o cinco destacan con perfecta claridad el perfil de un proceso de tales características. Pero para representarlo más nítidamente, no hay mejor recurso que el de acudir a una definición por la negativa. Por que un sistema inquisitivo es justamente lo opuesto a uno acusatorio. Y el acusatorio es por antonomasia un sistema oral, público y contradictorio. Sistema en donde deben respetarse los principios de inmediación, continuidad y bilateralidad. Si esto es el paradigma de un perfil acusatorio, lo opuesto será por naturaleza inquisitivo. Si el sistema es escrito es por que tiende a un modelo no contradictorio. Si conserva sistemas recursivos propios de un proceso escrito es por que tiende a lo inquisitivo. Si propone para su vigencia, órganos jurisdiccionales que sólo tienen cabida en un proceso rígido, formal y escritural, es evidente que el sistema se está alejando de un modelo acusatorio.Es de buena doctrina procesal recordar las enseñanzas de Vélez Mariconde y creo que no hay un autor moderno que no lo cite en sus trabajos. Sin caer en las exageraciones de una meticulosidad terminológica absurda (que no conduce a ninguna parte) es deber admitir que todos los sistemas procesales actuales, poseen o participan en mayor o menor medida de las características de cada uno de estos modelos. No vemos inconveniente (aunque hay quien lo ve) en considerar a todos estos sistemas –mientras que no se trate de los paradigmas ideales- dentro de la denominación común de sistemas mixtos. Tal vez sea cierto –como la mayoría de los autores lo indican- que la gestación de fenómenos semejantes debe remontarse a la revolución francesa o más precisamente al Código Criminal de Instrucción Francés de 1807, en donde se habría intentado yuxtaponer, mezclar y fusionar los dos contradictorios tan antagónicos (el sistema inquisitivo y el acusatorio), consecuencia de lo cual aparecerían los procesos mixtos con las dos etapas (sumario y plenario) que hoy llegan a nuestros días y que se las denomina con diferentes rúbricas (instrucción preparatoria y juicio, fase escrita y etapa de debate, etc.).
III.- Nudo
Sea que la evolución histórica del proceso resultase tan inverosímil y sencilla como la acabamos de describir, o halla tenido en la historia sus matices complejos y dobleces indescifrables (como parecería menos utópico de creer), lo cierto y lo concreto es que estas dos etapas (sumario y juicio) llegan a nuestro días conservando las características propias de cada uno de los sistemas antagónicos. Así la instrucción resulta más formal, más escrita, más secreta menos contradictoria que el juicio por lo general oral, público, bilateral. Es que la instrucción es siempre más inquisitiva y que el juicio siempre es más acusatorio.
Todo esto no es ninguna novedad para nuestra doctrina y sin embargo, las verdades más grandes parecen escapársenos de la vista a medida que los observadores nos adentramos en el objeto de estudio. Por que si es cierto que esto debe funcionar para todos los sistemas imperantes sobre cualquier parte del globo, está claro que de igual modo debería funcionar para la pequeña porción que constituye nuestra provincia de Buenos Aires. Expresémoslo en un epigrama sencillo: cuanto más acusatorio sea un sistema, está claro que tenderá a darle importancia a la fase que le es propia, esto es, al juicio. Cuanto más preponderancia se le de a la fase preliminar, es seguro que en la misma medida nos estaremos acercando a un modelo inquisitivo. Y se que me pongo latoso pero es que no existe una mejor manera de explicarlo.
Es inevitable comprender que la instrucción es escrita. Que en los sistemas inquisitivos, se admiten los recursos amplios contra la sentencia justamente porque el proceso es escrito y formal y no por otra cosa. De ahí la aparición de la clásica apelación como medio de impugnación por antonomasia que permite un doble control. Doble control que por su naturaleza es lógico advertir. Porque en el sistema inquisitivo, el mismo juez hace las veces de fiscal, y entonces es natural que al fin de cuentas se le termine por exigir alguna forma de control. Actividad que el legislador ha buscado a través de tres pilares básicos.
Pero vemos que nos estamos poniendo de nuevo fastidiosos y esto podría fatigar de una manera que no deseamos a nuestro caro lector. Digámoslo para que lo entiendan no nuestros lectores sino sus niños: En el sistema inquisitivo, no es que el juez sea un ogro con cara de malo al que es necesario controlar. Ocurre que el juez ha concentrado mucho poder. El juez inicia de oficio su proceso. El mismo es quién a través de funcionarios delegados produce y recibe la prueba y él también será quién decidirá sobre la vida o la libertad del imputado en su sentencia. Aquí es cuando naturalmente debe ponérsele un freno. Y la ley ha querido que este freno sea triple. Porque por un lado la prueba que produzca tendrá que volcarla toda por escrito (y por eso y no por otra cosa el sistema es escrito). Pero además, en su sentencia, el juez tendrá que valorar esa prueba (que el mismo recibió) y entonces la ley volverá a decirle “valorarás la prueba como yo quiera y no como quieras tu.” Y entonces es cuando tiene sentido la implementación de un sistema de pruebas legales que no es otra cosa que un mandato al magistrado para que valore los elementos que el magistrado ha colectado no con el criterio del magistrado, sino con el establecido ex ante y en forma taxativa por el legislador. Y así para dictar una prisión preventiva el código vendrá a exigirle “semi plena prueba” o “plena prueba” para dictar una sentencia de condena. En este contexto se entendían las prescripciones del secular digesto de Jofré (ley 3.589) diciéndole al juez como debía conformar la “plena prueba presuncional e indiciaria”; la “confesional”; o la “testimonial”.
Pero dijimos que el límite que se le quiere imponer al juez ha sido triple en el sistema inquisitivo. Y nos falta el último eslabón. Justo el eslabón que viene a demostrar de una manera irrefutable, la total inutilidad de nuestras Cámaras de Apelación en el sistema instaurado por la ley 11.922. Por que si el juez del sistema inquisitivo tuvo que dejar plasmada toda la prueba por escrito y además, al momento de valorarla tuvo que hacerlo no de su agrado sino al amparo del agrado del legislador (sistema de valoración de la prueba tasado, tarifado, legal o como quiera que se lo llame), aquí es donde si tiene sentido (y no en otro lugar) un medio de impugnación que se traduzca en un recurso amplio y ordinario como es el de apelación.
El recurso de apelación (típico medio de impugnación inquisitivo) permite este doble control tanto de los hechos como del derecho. Pero lo permite básicamente, por que le es posible permitirlo. Y es posible que un tribunal superior (cámara de apelación) se avoque al conocimiento de los hechos que han sido ventilados ante un tribunal de instancia, por la sencilla razón de que el juez de la instancia ha actuado todo por escrito y además, porque en su sentencia la prueba ha sido valorada de acuerdo al criterio de un código que es el mismo que el que los jueces de la alzada podrán tener en sus manos al momento de confirmar o revocar. Nada de esto puede ocurrir si el sistema es oral, si es público, si es contradictorio. En definitiva, nada de esto puede ocurrir en un sistema acusatorio.En el sistema acusatorio la prueba la producen las partes dentro del marco de una audiencia oral y pública. Por eso no es necesario que ninguna constancia quede escrita. Esto sencillamente porque el control que en su triple faceta hemos analizado para el sistema inquisitivo, se da aquí a través de la misma contradicción de las partes, de la publicidad del procedimiento y de la imparcialidad del juzgador que permanece ajeno de las pasiones rivales y descontaminado de toda actividad requirente.
Implementar la apelación como medio de corregir las sentencias en un sistema oral además de constituir un mecanismo supérfluo, resulta del todo imposible. Porque nadie puede revisar lo que no ha quedado más que en la mente de los juzgadores. El juicio es oral. La prueba se produjo en la audiencia. Los testigos hablaron y callaron y ese momento único ya no puede volver a repetirse. Si se pensara que los testigos y la prueba podrían volver a recrearse en un posterior debate ante la alzada, está claro que lo que se revisaría no sería ya el mismo juicio terminado sino uno totalmente nuevo (aunque con las mismas partes y testigos). Además ello sería hacer prevalecer a los jueces menos informados sobre los más informados (por que está claro que un testigo se acuerda más de lo ocurrido en el primer juicio que en el segundo). Y por último, para el que creyera ver la solución en una eventual grabación del primer juicio para que luego por medio de una cinta la alzada pudiera abocarse al conocimiento de lo resuelto por a quo, como si mirara una película en el cine, volveríamos a nuestro planteo original. Se seguiría prefiriendo al juez menos informado sobre el más informado. Se preferiría un realidad aparente, la virtual de la filmación, a la realidad de los hechos que sólo el tribunal inferior ha podido percibir. Todo esto demuestra como ha sido infinitamente estudiado por nuestra doctrina que la apelación solo tiene lugar como medio de impugnación en un sistema escrito.
Ahora bien, nuestra ley 11.922 intenta mudar de un sistema mixto con predominio inquisitivo a uno mixto con predominio acusatorio. Si la fase fundamental en donde el digesto derogado (código de Jofré, ley 3589) quería que se produzcan las pruebas era el sumario (la etapa preparatoria de instrucción), el nuevo ordenamiento habrá implantado un proceso en donde la prueba debe producirse toda (o casi toda) durante el debate. Un debate que sea oral, que sea público y que sea contradictorio.
Esto indica a su vez (como en los modelos acusatorios) que la etapa fundamental es el juicio y que la prueba se produce respetando la inmediación (el juez y las partes se encuentran presentes durante todo el acto) y la continuidad (el juicio comienza y termina, sin solución de continuidad).
Claro que la etapa de sumario, ha permanecido después de la reforma bajo el nombre de instrucción penal preparatoria, con todas las características que son propias de un proceso inquisitivo (escrita, más secreta, menos pública, menos contradictoria, discontinua, formal y prestándose a la delegación de funciones por oposición al principio de inmediación). Pero si el sistema de verdad pretende ser acusatorio, está más que claro que esta fase debe ser totalmente despreciable. Esto es que dentro de su escrituralismo indefectible, tiene que hacerse lo más informal, lo más breve, lo más efímera y preparatoria que se pueda. Esto es, básicamente, que la prueba de peso no sea reciba en su transcurso y que sólo sea posible producirla en la audiencia oral. Esto es, sencillamente, que la I.P.P. sea una etapa –como su nombre lo indica- simplemente “preparatoria”.
Resulta claro que hasta en el modelo más contradictorio (el del derecho civil), también existe para la parte actora un momento al que lo podríamos denominar “preparatorio del juicio.” Sería harto arriesgado que un abogado, antes de presentar la demanda no escuche a los testigos de su cliente o no junte la prueba documental indispensable. Pero de ahí a sostener que el abogado actor, al conversar con un testigo suyo, está “produciendo prueba” que luego el tribunal deberá valorar a los efectos de una sentencia de condena, existe un terrible abismo. El mismo abismo que no ve quien pretende que las actas formalizadas y preconstituídas unilateralmente por la fiscalía durante la investigación penal preparatoria sean después incorporadas por lectura como prueba para ser materia de sentencia. Esto no puede ser y no es lo querido por nuestra nueva legislación.
IV.- El problema en la ley 11.922
Cinco libros posee nuestra nueva legislación y cinco veces se ha esforzado la ley por dejar esto en claro. En el libro primero deja plasmado su sello garantista, típico de los sistemas acusatorios, ya desde el primer artículo. En el libro segundo nos recuerda constantemente la idea efímera y preparatoria de la I.P.P. en multitud de artículos pero fundamentalmente cuando se refiere a los plazos. Por que de ordinario, la investigación penal preparatoria debería durar dos meses como mucho (art. 284 y cc). En el libro dedicado a juicios, vuelve a recordarnos que la prueba se produce en el debate y en esto se advierte más que en ningún otro lado, cual es el verdadero espíritu de nuestra legislación. Del libro IV dedicado a los medios de impugnación ni hay que hablar, toda vez que la sentencia nunca es cuestionable mediante apelación (y esta ni siquiera puede proceder ya durante el juicio –art 429- ). Pero hasta en el libro V, dedicado a la ejecución, la pluma acusatoria del legislador destella en cada uno de los institutos en los que se inclina abiertamente por las garantías (especialmente arts. 504; 504; 509; 511 y cc). Pese a todo el espíritu acusatorio de la nueva legislación; pese a que en todo momento la ley original se inclina por las garantías y por la superación del modelo inquisitivo anterior y aún cuando resulta evidente que la fase fundamental ha de ser el juicio y que en él (y solo en él) deberían producirse las pruebas, amén de todo esto –insistimos- se comete el terrible despropósito de mantener las cámaras de garantías.
No sólo que tal instituto resulta un claro resabio del sistema inquisitivo que se tiende superar. No es el único problema (aunque tampoco uno de los menores), que el mantenimiento de tribunales tan obsoletos sirva para soldar sobre la conciencia de los operadores judiciales, el terrible apego que ya han demostrado por el formalismo y el tedioso procedimiento de expedientes. No, este no es el mayor mal.
Lo verdaderamente insoportable, lo que no puede ocultarse, es el tremendo y paradójico despropósito que encierran: cuanto más y mejor funcionen las cámaras de apelación y garantías, peor se estará implementando nuestra nueva ley 11.922. Porque a un mayor funcionamiento de las cámaras, se corresponde un mayor funcionamiento de los recursos que le son propios. Esto es, una superabundancia impugnativa de diligencias preparatorias que no conducen o que al menos no deberían conducir a ninguna parte.Veámoslo de este lado: si el fiscal durante la I.P.P. puede producir pruebas en forma unilateral, entonces, nuestra ley está muerta. Se criticaba al secular digesto de Jofré porque el mismo juez que colectaba las pruebas era quién iba a dictar la sentencia. Imagínese el lector la parcialidad del funcionamiento de la justicia, cuando quién colecta las pruebas no es ya el juez sino directamente el fiscal, sin contralor, en forma unilateral. Decir que el fiscal produce pruebas durante la I.P.P. y tirar al diablo con todo el sistema acusatorio es una sola cosa. Está claro que esto no es lo que pretende nuestra ley, que esto no es lo que se quiere. Por lo demás si durante la I.P.P se produjeran las pruebas, entonces no tendría sentido el juicio. No tendría sentido un juicio entendido como fase principal del proceso y mucho menos lo tendrían los millones que se han invertido en esta reforma faraónica.
Lo único aceptable es una instrucción desformalizada. Una etapa preparatoria que sólo sirva para controlar que las causas que eventualmente penetren al sistema, valgan la pena de ser juzgadas.
V.- La paradoja de las Cámaras de Garantías
Esto dicho, entramos de lleno en nuestra paradoja: si la I.P.P. es algo así como “un filtro” (alguien recordaría el principio de oportunidad), una especie de embudo en donde los casos baladíes deben quedar atorados, con tal de no atorar al aparato judicial, está claro que las cosas importantes, las cosas verdaderamente importantes no deben decidirse en esta fase.
La fase de I.P.P. es un mero comienzo, un mero ver si se dan las condiciones para que el fiscal requiera el ejercicio de la acción. Esto es, para que el fiscal vea, si habrá de exigir al estado la tutela del derecho penal que presuntamente habría sido lesionado. Ahora bien, entre estos dos paréntesis (en donde la fiscalía advierte la existencia de un posible caso, y hasta que se decide llevarlo adelante), puede estar comprometida la libertad y otros derechos muy preciados para el imputado.
Por más corta, desformalizada, efímera que sea esta etapa (en donde ni siquiera hay ejercicio de la acción –cf. arg. del art. 334, Ley 11.922-), está muy bien que intervenga un juez de grado. Esto es muy lógico y muy necesario. Pero no es lógico que intervengan cuatro jueces, y mucho menos cuando tres de ellos son de los más capacitados, de los más prestigiosos y de los que más le cuestan a las arcas del estado. Esto es inaceptable. Es el triunfo de la irrazonabilidad contra todo esquema de sentido común. Es mantener cuatro jueces donde hace falta uno. Es decirle a los tribunales más capacitados que entiendan en los problemas para los que menos capacidad se requiere. Esto es, que entiendan cuando el juicio todavía no ha comenzado. Que lo hagan para alentificar el proceso. Y como corolario, que lo que ellos resuelvan en definitiva no servirá para nada. Por que otro tribunal (menos capacitado) o hasta un sólo juez (si el proceso es correccional), podrá echar en balde todos los preciosos argumentos jurídicos de sus vocales. Esto es, lisa y llanamente: un disparate.
Disparate que implica un claro resabio inquisitivo, que facilita el apego de los funcionarios a un sistema escrito que se contrapone contra toda lógica acusatoria y que tiende por lo demás a retardar innecesariamente el comienzo del verdadero juicio, en un laberinto de impugnaciones absurdas que se suceden contra autos interlocutorios y de cuyo colofón podría resultar la violación de la garantía del debido proceso, natural conclusión de un juicio injusto, por que se han excedido los límites que imponía la consideración supraconstitucional de un plazo razonable.
Otra consecuencia de todo este despropósito es que la pirámide de Kelsen, en el organigrama judicial, ha sido puesta de pies para arriba. Porque como quedó expresado, los jueces importantes cumplen las funciones más triviales, y además por que los jueces inferiores, pueden contradecirlos con decisiones que se impondrán sobre las de aquellos.El ejemplo más claro lo tenemos en la sentencia: ¿Quién dicta la sentencia, el juez de cámara o un simple juez correccional? ¿Qué decisión tiene más peso, la de la cámara que dijo que esto era blanco o la del humilde magistrado de instancia que ha resuelto en sentencia definitiva que era verde azulado? Y ello sin considerar que a la paradoja del tribunal superior que decide menos que el inferior, se suman el dinero invertido, el tiempo perdido, y el absurdo de mantener tantos jueces importantes para un proceso que tal vez ni ha existido.
VI.- Colofón
En resumen hay que decir pocas cosas. Lo primero es que si se pretende cumplir con el espíritu acusatorio de nuestra nueva ley, y si se quiere además, que la reforma no haya sido en balde, la I.P.P. tiene que ser desformalizada.
La etapa principal es el juicio y en sentido estricto, tal vez no puede hablarse de proceso hasta tanto no exista ejercicio de la acción. Y la acción recién es ejercida por el fiscal al momento de la crítica instructora, como brillantemente lo señala el artículo 334 (ley 11.922).
Dentro de semejante marco doctrinal, el recurso de apelación (y en consecuencia la cámara de garantías), aparece en la ley como una tremenda inconsistencia. De un lado se trata de no recibir prueba durante la I.P.P., de desformalizar la instrucción y de comenzar el “verdadero proceso” con el juicio. Del otro se levantan los tribunales de mayor peso, con los jueces más capacitados y jerarquizados, con toda la estructura que ello implica, para resolver impugnaciones de incidencias. Por una parte se trata de eliminar de la mente de los operadores, el apego a las viejas estructuras escriturarias y del otro se coloca la mayor burocracia posible, durante el momento de la I.P.P. Esto no es lógico, no es conveniente, es un absurdo. Tremendas cámaras de apelación resolviendo recursos contra los interlocutorios de un juez garantías que no cumple funciones durante el juicio. Tribunales orales o jueces correccionales que siendo jerárquicamente inferiores, toman decisiones de muchísima mayor trascendencia, que aquellas que las cámaras revisan.
Una etapa secundaria con dos instancias (I.P.P.) y un proceso definitivo de única instancia (el juicio). Esta es la paradoja en la que se ha colocado a nuestra nueva legislación. El problema ha sido advertido ya en algunos anteproyectos que nunca han tenido tratamiento.
En tales condiciones, ignoro en absoluto si estas páginas entrañarán alguna virtualidad. No estoy tan seguro -como lo estaba Colmo de su obra- si hago bien o mal en publicarla. Tal vez sea cierto eso de que cualquier producción intelectual, de ciencia o de arte, se resuelve en un reflejo de una parte del mundo a través de un temperamento. En tal caso yo también habría reaccionado con el mío, ante el mundo de la justicia donde soy parte. Por lo demás y parafraseando al maestro, me conformo con no dejar trasuntar entre estas dos tapas de revista, el profundo amor que siento por la magistratura y la justicia.
Notas
(1) No se entienda con esto –y debe ser aclarado- que no sentimos el más profundo respeto por la persona o más bien por lo que desde siempre ha representado para nuestro derecho la figura del camarista. Nadie se sienta ofendido. Al contrario. Siento más que profundo respeto por algunos magistrados de alzada. Se me vienen a la mente, las personalidades de algunos jueces altísimos. Y no digo ya la de Llambías, por quién todos estudiamos obligaciones en los clausus universitarios ni de Guillermo Borda, cuyo recuerdo de “Caballero Cristiano” ha quedado de una vez para siempre gravado en mi memoria de estudiante. Y todo ello –dicho sea de paso con palabras de Mazzinghi-, “sin el inútil oropel de la erudición que a nada conduce, y con el sentido práctico que es indispensable para resolver adecuadamente los problemas jurídicos; sin inútiles empaques académicos, sin solemnidades sobreabundantes, exhibiendo un envidable buen humor, una cordialidad en el trato y una generosidad sin límites para prodigar sus enseñanzas” (ED 10.599). No. Imposible para mi pensar en una sala de justicia sin recordar no digo ya a Colmo o incluso a mi propio padre, cuando por el diario pudo comprender aquello de que “sacrificar la personalidad por un puesto, sea éste cual fuere, era pagar demasiado caro un arrepentimiento, y era afrontar vencido de ante mano (para entendidos), el eterno interrogante de la propia conciencia” (La Justicia –obra póstuma-, pág. 192). No. No me refiero a los conocidos sino a los desconocidos o a los que no lo son tanto. Infinitos magistrados venerables, desfilan en mi mente y yo nunca podría dejar de amarlos (como a mi padre) y respetarlos. A modo de ejemplo, me viene a la mente la figura de aquel camarista retirado, (el Dr. Purichelli ex integrante de la Sala I de Morón) al que después de un largo tiempo de haber abandonado el cargo lo encontramos una noche en un aula de la Universidad, donde asistía como oyente a un curso de posgrado que se organizaba. De él pudo decir una de las plumas jóvenes más brillantes de la literatura argentina (Alejandro Slokar): -“Qué caballero”. “Qué señor.” (Y eso que tal vez no comparta nada de lo que decimos nosotros.) Pero, ¡qué ejemplo de juez! ¡qué jueces!
(2) La reforma del procedimiento –dice Vazquez Rossi con relación a la Capital Federal- “ha reducido sensiblemente la importancia de estos tribunales, toda vez que al desaparecer el recurso de apelación en contra de (las) sentencias definitivas y establecerse la única instancia propia del juicio oral, su labor se circunscribe a los autos, tales como los de procesamiento, falta de mérito, sobreseimiento y decisiones sobre la libertad provisional.” (Derecho Procesal Penal, t II, pág. 133) Y más tarde agrega (pág. 135): “...ahora su poder revisor se limita a los recursos de apelación en contra de autos instructorios...” Autos instructorios, los cuales –agregamos nosotros- en el ámbito de aplicación de la ley 11.922 tienen lugar no ya dentro del proceso sino fuera de él, particularmente, si se tiene en cuenta que del ejercicio de la acción recién hace uso el ministerio público en la oportunidad prevista por el artículo 334, esto es, al cierre de la investigación preparatoria. Sin embargo, todo lo contrario parece suceder si se advierte lo que “realmente” viene sucediendo en la implementación de nuestra ley provincial 11.922. Para comprender los alcances del desvarío, resultan especialmente adecuadas las palabras de Binder, cuando en sus brillantes páginas califica este fenómeno de “burocratización de la investigación” (Introducción al Derecho Procesal Penal, pág. 237). Allí se señala que este proceso que dicho sea de paso “genera mucha impunidad”, resulta una “consecuencia del procedimiento escrito y de la adopción del sistema inquisitivo en esta fase, lo cual lleva a una formalización excesiva de la investigación (...), ello produce luego una distorsión del juicio oral mismo (distorsión que se origina en la incorporación de la ´prueba´ del sumario, simplemente a través de su lectura o, mejor dicho, por su mera mención)” (Binder, Alberto M., cit.). Ya hemos elogiado en otra oportunidad el prolijo trabajo de Marcelo Riquert, en su “Justicia de Garantías, de Ejecución y Ministerio Público.” Para comprender acabadamente el rol del magistrado en esta fase preliminar, resulta su obra de lectura impostergable. Una breve síntesis de los problemas de implementación que la nueva ley ha acarreado, puede verse en nuestras reflexiones que aparecieron publicadas en EDLA, Nro. 9, 08/06/01. Con relación a este tópico, además de la obra de Riquert deben consultarse los trabajos de Falcone y Madina (El Nuevo Proceso Penal en la Provincia de Buenos Aires, Ad-Hoc, 2000).
(3) Sobre “garantismo en el derecho de la constitución” –por utilizar una expresión cara al profesor Germán J. Bidart Campos- hemos consultado especialmente (y con profunda satisfacción) las ilustradas “Notas” de Gustavo Ferreyra, publicadas por Ediar bajo el rótulo “Derecho Constitucional y Garantías” (de particular interés a nuestro desarrollo, resultan los capítulos del III al VII).
(4) Vazquez Rossi, Derecho Procesal Penal, Rubinzal Culzoni, 1995, t. I., pág. 185 y ss.
(5) Véase al respecto, Vélez Mariconde, A., Derecho Procesal Penal, Marcos Lerner, 1986, t.I., pág. 15 y 16.
(6) El eterno concitado diálogo entre autoridad y libertad –escribe un alma grande como la de Piero Calamandrei- habla también a través de las humildes fórmulas del procedimiento. (Proceso y justicia, Instituciones, El foro, 1996, t. III, pág. 219): “Un gran apóstol de humanidad –dice el genio florentino- el cual hace dos siglos, con un pequeño librito consiguió en pocos decenios hacer vacilar en toda Europa los patíbulos, nuestro César Beccaria, escribió en aquel milagroso opúsculo una frase que podría tomarse como lema también por nosotros los procesalistas: ¨No hay libertad en todos aquellos casos en que las leyes permiten que ante determinados eventos, el hombre deje de ser persona para convertirse en cosa”... “persona, no cosa” concluye el maestro, su más brillante discurso “persona, no cosa”. (Calamandrei, ibídem, t. III pág. 222).
(7) Una defensa del sistema oral puede verse en nuestras Apostillas, pág. 15 y ss. (ed. Dunken, 2002). Un desarrollo más profundo, lo hemos intentado en nuestros “Estudios”, t. I., Editorial Quórum (en prensa).
(8) En la doctrina argentina, ver por todos Maier, Julio B., Derecho procesal penal Argentino, t. I., pág. 17 y ss.
(9) Muy claro en este sentido, Binder, Introducción al Derecho Procesal Penal, Ad Hoc. De igual precisión pero orientando su análisis a la provincia de Buenos Aires, Marcelo Alfredo Riquert en la por nosotros tantas veces citada Justicia de Garantías (Ediar 2001). Muy útil también –en este último sentido- la aproximación ideológica al principio acusatorio que hacen Falcone y Madina en su Nuevo proceso penal en la provincia de Bs. As., (Ad Hoc, 2000), pág. 131 y ss.
(10) Algo de ello lo habíamos adelantado ya en nuestro artículo publicado por EDLA, nro. 9 que aparece encabezando nuestras Apostillas. Allí llegamos a la conclusión de que si el sistema que había intentado crear la ley 11.922 era acusatorio, toda la infraestructura y burocracia administrativa de los órganos judiciales se encontraba en el lugar equivocado: la instrucción.
(11) Sobre el nuevo juego de relaciones entre los pactos internacionales y nuestro derecho positivo vigente, ver el brillante trabajo de los maestros Riquert y Jiménez, Ediar, 1998. El tema de la garantía de la duración razonable del proceso, es abordado con profundidad y abundante cita jurisprudencial a partir de la pág. 172.
(12) No son pocas las autoridades en la materia que sostienen como Binder (Introducción al derecho procesal penal, cit.) que el “verdadero” proceso o el proceso en sentido estricto, recién comienza con el juicio. En nuestro digesto formal, ya lo dijimos antes: es concluyente la redacción del art. 334 (ley 11.922): si el fiscal cree que va a ejercer la acción, pide la elevación. Hasta entonces, no hay acción o no hay ejercicio de ella. Si no hay acción, se concluye, no hay proceso. O no lo hay en sentido estricto.
(13) La producción de prueba anticipada durante la etapa de instrucción es un tema que por su complejidad, hemos preferido tratarlo en nota por separado. Ver al respecto nuestro trabajo en estas mismas páginas “Producción de prueba anticipada durante la I.P.P.”
(14) El giro es de Colmo, Alfredo, en su obra póstuma “La justicia”, Abeledo Perrot, 1957, pág. 8.