Una ley que prohibe los símbolos religiosos en las escuelas públicas, suena bastante bien, como algo razonable. Pero si la ley abarca a los símbolos que llevan –visiblemente- las personas consigo, sea en sus ropas, en sus elementos o en sus cuerpos, o si incluye no sólo los símbolos como tales, sino exteriorizaciones que no son símbolos en sí mismos, si además abarca a los alumnos, a los profesores y al personal no docente; ya no suena tan afinada. Todo esto en homenaje al “santuario republicano” que es la escuela laica.
La ley sería acompañada de un código de laicismo y un “observatorio del laicismo” que alerte de las posibles desviaciones. También se proyecta que las empresas puedan reglamentar el uso de signos religiosos para sus trabajadores, según criterios “ligados a la seguridad o por el contacto con la clientela”.
Pero la ley proyectada es caritativa, permite cruces cristianas, estrellas de David o manos de Fátima, pequeñas eso sí. Prohibe lo que manifieste “ostensiblemente” la pertenencia religiosa.
Lo gracioso es que también se propende la creación de una autoridad contra las discriminaciones; por supuesto, no contra las que la ley establece, que son invisibles al ojo del amo, nunca mejor dicho que más derecho más injusticia.
Es claro que la ley es impulsada por una idea de laicismo, pero no en el sentido de independencia de las religiones, sino en el de que el concepto de persona debe ser libre de las creencias religiosas.
Allí es donde fracasa, en confundir la igualación con la igualdad, un valor que debería ser muy caro a la república y formar parte de su santuario. Las religiones en juego son diferentes y el concepto de persona que significan también lo es. ¿Afecta al concepto de persona cristiana o judía no llevar grandes cruces o estrellas de David? Acaso no compartimos la advertencia contra el becerro de oro. Pero, ¿es lo mismo la prohibición del velo islámico para la persona musulmana? ¿Interfiere en igual medida en partes trascendentes de la personalidad de los que abrazan las tres religiones?
Sabemos que el origen de la cuestión es el problema puntual del velo islámico, que ha significado querellas judiciales por expulsiones de estudiantes que consideraban su derecho el llevarlo.
Es claro, que la fuerza de la realidad hace apuntar a esta religión más que a las otras, mencionadas como corifeo a la disposición legal. Pero ¿en qué ofende a otro que alguien lleve una gran estrella de David en su pecho?, acaso no es parte del significado de nuestra cultura.
El llevar estos signos externos, de religiones (incluidas las tres en cuestión) con un valor moral relevante, no puede perjudicar a otro. ¿Qué clase de debate permite una escuela que parte de indiferenciar a quienes ya son diferentes? ¿Qué clase de (in) tolerancia inculca? ¿Qué ceguera ante los hechos?
Pero, además, la ley pone a prueba en forma desigual a sus destinatarios, les dice sé ciudadano de la república y pierde a tu Dios. Un dilema que parece extraído de la filosofía de una inquisición sin religión.
En definitiva, la ley dice que la diversidad cultural (la religión es parte de ella) no sirve en las escuelas, colegios o liceos franceses; el lugar donde tendríamos que debatir ideas y aprender a ser tolerantes. La escuela republicana es un incoloro bastión de la a-religión oficial y los estudiantes sus monaguillos sumisos.
Si esta ley deriva del “consejo de sabios”, que no es por desconfiar, pero, por sus consejos, habría que ver donde se graduaron de tales; el oráculo de Delfos ya no emite este título, aunque no hay duda que su atribución a Sócrates parece bastante más razonable.
Pobre sociedad la que resulte de estos sabios y de estas leyes. Es evidente que hay un problema con la sabiduría que necesita obligar mediante leyes.